Lo primero que siente al descender del avión es ese
calor árido de agosto, tan distinto al de su ciudad de origen. Ahora, al
dirigirse hacia la cafetería que encontró en el trayecto al Airbnb reservado
antes de partir de Ciudad de México, el calor no solo se le pega a la piel,
sino que parece deshacerla.
El sopor, que la sombra de los edificios no consigue
disipar, pesa en cada paso, añadiendo minutos a los que debía tomarle caminar un par de calles. Apenas empuja la puerta de la cafetería, un golpe
de aire frío le corta la voz durante unos segundos
—Un americano —dice por impulso al llegar a la caja.
—Pequeño —añade.
Mientras paga los dos dólares con noventa y cinco centavos, dos hilos de café recién filtrado caen hasta llenar el vaso térmico en el que la dependiente escribió su nombre.
Devuelve el agitador que le
ofrecen y recoge el vaso humeante para ir a sentarse junto a una de las ventanas
que dan a la calle.
—¿Azúcar? —pregunta la dependiente mientras retira los
residuos del portafiltro de la Mastrena italiana donde preparó la bebida.
—No, gracias —responde.
Por un hábito practicado desde niña, y para no olvidar detalles, anota en una libreta de pasta dura y color amarillo cada lugar que visita, describe con quién habla y añade qué le dicen. También registra los gastos en comida y hospedaje, así como el día y la hora en que llamó a su madre para decirle que está bien. Antes de devolverla a la mochila, escribe el costo del café bajo la dirección en la que ahora se encuentra: Boulevard Del Mar, Laredo, Texas. Aunque en el avión hizo una lista de sitios por visitar —el forense, las iglesias, los archivos del periódico local, la patrulla fronteriza, la oficina de migración—, aún no está segura por dónde empezar.
Bebe con pausa, disfrutando en cada sorbo el cambio de temperatura de la bebida al enfriarse. En el último sorbo recuerda la historia que le contaba su madre y que, con los años, se fue alejando de sus conversaciones, tan lejanas como ahora lo está el frío de Quito.
Piensa entonces que las últimas semanas de su viaje podrían coincidir con el recorrido del grano con el que prepararon su café, traído de Tapachula, en Chiapas, el último lugar donde su abuela y su madre tuvieron noticias del padre desaparecido veinticinco años atrás.
Solo entonces sonríe.
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