Dos monedas de dos reales, para comprar panela, el sombrero negro borsalino y el litro de
leche recibido como parte de pago por “La Palma” reposan sobre una repisa de la cocina. Es un
cuarto amplio de paredes blancas, el par de ventanas que dan hacia la calle
que lleva al cementerio del pueblo y la puerta doble que permite el acceso
desde el patio central de la casa aportan con luz suficiente para que la
Leonilde pueda moverse con seguridad dentro de la habitación, -todos vienen a tomar
café hoy y seguro se quedarán a la merienda- repite mentalmente mientras remueve los fideos, el frejol y las papas
que hace un buen rato se cocinan en el fogón de leña y viruta.
Afuera el ambiente está lleno con el olor del tabaco de envolver que proviene del cigarrillo que el César sostiene con una mano mientras mece con la otra el tarro de lata donde calienta, sobre un reverbero, la cola de carpintero que luego utilizará para unir las piezas del juguete de madera que hace semanas construye. -Lo pintare de blanco pues será un tanquero de leche- se dice. Por unos minutos deja de revolver la mezcla para ocuparse en acomodar unas viejas horquillas de esas que sirven para lanzar piedras, tira al suelo el cigarrillo que hace años dejo de fumar y lo apaga aplastándolo con el pie.
La mesa está puesta desde el mediodía, un mantel de plástico blanco, con vivos rojos y verdes, la protege y le da vida, alrededor de ella se han colocado una banca y varias sillas color habano que el César hizo con sus propias manos. Los platos de fierro enlosado ya están dispuestos y en espera del café humeante que llegará con la taza celeste del mismo material. -César, mándale a la Margarita a comprar el pan en la tienda de la vuelta, sí, donde el vecino de Ingahurco. los varones que le digan al Ñato que venga, seguro tendrá que quedarse hasta la madrugada en el Café de Perico-
-Hoy llega mi hermana- le dice la Leonilde a Carmen, la hermana del César, cuando apenas la ve entrar en la cocina, -el Olmedo y la Laura salieron a darle el encuentro con Mamita-, está un poco trascuerda le confiesa, -ayer le vi guardándose las monedas de la alcancía de los guambras-. -Estarán en la mesa casi todos mis hermanos- repite sin darle tiempo para comentar -el Guillermo también viene y la Clemencia y el Pepe, mi sobrino-. -Somos muchos y faltan por llegar más- añade en su mente.
En el centro de la plaza, en medio de la bruma, la Abuela Esther ve brillar el bus que viene de Saquisili, allá como un punto, en lo alto, en el mismo sitio en que años atrás se apagó el destello intermitente que emitía el ataúd del Celio Caicedo -ni el mismo se acuerda donde fue enterrado- le dice a sus hijos, repitiendo una vez más la historia que cuenta cada vez que ve acercarse el bus, -la Laura era chiquitita cuando al Celio le hirieron en Malqui- termina.
-¡Hola Flor!- dice la Laura minutos después; la Flor, solo les sonríe, esta vez sin llorar, va de blanco inmaculado, con un vestido largo de una pieza, zapatos y medias blancas, en la mano lleva una carta, no tiene maletas; un niño de cabello negrísimo les mira atento desde la ventana del bus.
Junto a la Tenencia Política, casi escondidos junto a una destruida pared de bareque el Sergio y el Carlos intentan ensillar un caballo, sus risas delatan que le están jugando una broma a alguien. -De puro jodido le dije, levántate que no te puedo pegar en lo echado- se oye que el Carlos le cuenta al Sergio como epílogo de alguna picardía anterior, entonces la carcajada cómplice de los hermanos se hace más fuerte y evidente.
Al otro lado de la plaza, junto a la Iglesia, cruzando la calle, los primeros invitados están llegando a una fiesta en honor del Coronel Lasso. El dueño de casa ensaya algunas canciones en su vieja mandolina mientras alguna joven quedamente comenta –Uy!, que manos del Maximino, pero sin verle la cara- provocando unas tenues risitas que llenan el salón principal de la Casa de la familia Ordóñez.
-César, el café esta listo-
Afuera el ambiente está lleno con el olor del tabaco de envolver que proviene del cigarrillo que el César sostiene con una mano mientras mece con la otra el tarro de lata donde calienta, sobre un reverbero, la cola de carpintero que luego utilizará para unir las piezas del juguete de madera que hace semanas construye. -Lo pintare de blanco pues será un tanquero de leche- se dice. Por unos minutos deja de revolver la mezcla para ocuparse en acomodar unas viejas horquillas de esas que sirven para lanzar piedras, tira al suelo el cigarrillo que hace años dejo de fumar y lo apaga aplastándolo con el pie.
La mesa está puesta desde el mediodía, un mantel de plástico blanco, con vivos rojos y verdes, la protege y le da vida, alrededor de ella se han colocado una banca y varias sillas color habano que el César hizo con sus propias manos. Los platos de fierro enlosado ya están dispuestos y en espera del café humeante que llegará con la taza celeste del mismo material. -César, mándale a la Margarita a comprar el pan en la tienda de la vuelta, sí, donde el vecino de Ingahurco. los varones que le digan al Ñato que venga, seguro tendrá que quedarse hasta la madrugada en el Café de Perico-
-Hoy llega mi hermana- le dice la Leonilde a Carmen, la hermana del César, cuando apenas la ve entrar en la cocina, -el Olmedo y la Laura salieron a darle el encuentro con Mamita-, está un poco trascuerda le confiesa, -ayer le vi guardándose las monedas de la alcancía de los guambras-. -Estarán en la mesa casi todos mis hermanos- repite sin darle tiempo para comentar -el Guillermo también viene y la Clemencia y el Pepe, mi sobrino-. -Somos muchos y faltan por llegar más- añade en su mente.
En el centro de la plaza, en medio de la bruma, la Abuela Esther ve brillar el bus que viene de Saquisili, allá como un punto, en lo alto, en el mismo sitio en que años atrás se apagó el destello intermitente que emitía el ataúd del Celio Caicedo -ni el mismo se acuerda donde fue enterrado- le dice a sus hijos, repitiendo una vez más la historia que cuenta cada vez que ve acercarse el bus, -la Laura era chiquitita cuando al Celio le hirieron en Malqui- termina.
-¡Hola Flor!- dice la Laura minutos después; la Flor, solo les sonríe, esta vez sin llorar, va de blanco inmaculado, con un vestido largo de una pieza, zapatos y medias blancas, en la mano lleva una carta, no tiene maletas; un niño de cabello negrísimo les mira atento desde la ventana del bus.
Junto a la Tenencia Política, casi escondidos junto a una destruida pared de bareque el Sergio y el Carlos intentan ensillar un caballo, sus risas delatan que le están jugando una broma a alguien. -De puro jodido le dije, levántate que no te puedo pegar en lo echado- se oye que el Carlos le cuenta al Sergio como epílogo de alguna picardía anterior, entonces la carcajada cómplice de los hermanos se hace más fuerte y evidente.
Al otro lado de la plaza, junto a la Iglesia, cruzando la calle, los primeros invitados están llegando a una fiesta en honor del Coronel Lasso. El dueño de casa ensaya algunas canciones en su vieja mandolina mientras alguna joven quedamente comenta –Uy!, que manos del Maximino, pero sin verle la cara- provocando unas tenues risitas que llenan el salón principal de la Casa de la familia Ordóñez.
-César, el café esta listo-
-A mi la mitadcita nomás porque me embota el estómago- responde, devolviendo la mirada con sus profundos ojos celestes.
…
El tanquero de madera blanco como la cúpula de la catedral me
estará esperando en el patio, allí entre el maizal y la mesa de carpintero del
abuelo.
¡Ve el guambrito ha venido!, escucho.
¡Hola Flor!,
respondo.