Desde el avión, las calles del DF parecen tomadas por dos serpientes que
se mueven en sentidos opuestos. Una viene y nos mira con sus cientos y cientos
de ojos amarillos; la otra se aleja mostrando su lomo cubierto de plumas de
color rojo furioso. Ambas reptan sin avanzar, pues su cuerpo inmensamente largo
ya ha copado todo el espacio que tiene disponible para su recorrido.
“No sé qué tienen las flores, Llorona, las flores del camposanto”
El olor del cempasúchil se ha tomado toda la ciudad; su flor adorna
iglesias, balcones y altares de muertos. Los pétalos marcan el camino —repite
dos veces la mujer que me ofrece las flores—.
—Para que los difuntos puedan regresar a comer y beber con los vivos,
también anuncian nuevas despedidas —termina su premonición.
Canoas repletas del clavelón amarillo permanecen inmóviles a los
costados del canal. En tierra, algunos niños parecen dibujar sobre el suelo;
sonríen y juegan mientras una garza blanca y esbelta intenta ser modelo para
una fotografía que nunca se toma. Decenas de trajineras completan la escena:
unas transportan mariachis de a cincuenta pesos la canción, otras llevan
músicos yucatecos de a treinta pesos. Las pequeñas embarcaciones aparecen y
pululan en generación espontánea.
Las muñecas se amontonan: todas sucias, todas tristes, unas sin cabeza,
unas con su cabeza sola; tiznadas, quemadas, fétidas.
—Están allí para ahuyentar espantos y atraer turistas —dicen.
—Las dejaron allí luego de recogerlas del basurero —cuentan.
“Hay muertos que no hacen ruido, Llorona, y es más grande su penar”
El príncipe de Gales está de visita. Es un señor mayor que habla pausado
y sonríe, que va siempre en inmaculado traje, corbata “al tono” y pañuelo en el
bolsillo del pecho. Le gusta bailar y, aunque prefiere el té, también toma
café.
A su paso, la gente se agolpa para verlo. Él camina delante de la
duquesa de Cornualles. Los lugareños le ofrecen flores y le saludan extendiendo
la mano; el príncipe de Gales responde con su sonrisa rancia, con sus grandes
orejas, con sus dientes amarillos, con su humor inglés (ahora no viaja en su
carroza de cuento de hadas). En el periódico mencionan que llegó para dar
discursos, mas todos saben que vino a cultivar chinampas.
Los políticos han pintado el palacio con colores rojo, azul y blanco
para recibir al príncipe y a la duquesa. Al terminar, se han metido todos
dentro del palacio y no hay quien los saque. Afuera, los vendedores informales
juegan al gato y al ratón con la policía; juntos danzan en fechoría sincrónica,
se divierten entre gritos y el barullo de la calle, hasta que, con un chiflido,
desaparece todo y todos: la duquesa, la carroza, la sonrisa rancia y hasta el
príncipe de Gales.
“Hermoso huipil llevabas, Llorona, que la Virgen te creí”
—¡Una botella de tequila! ¡Del mejor! ¡Dos vasos! —
Su vestido: blanco hueso; su chal: negro noche, bordado en oro y sangre.
Una mesa, cuatro sillas, dos vacías. Ella se sienta frente a mí; en el centro
de la mesa coloca una botella de tequila y dos vasos, vierte en ellos el
líquido rojizo hasta colmarlos.
—¡Bebe! —no tomo alcohol, le digo.
—¡Bebe! —me niego.
—¡Bebe! —golpea la mesa con la boca de un vaso ya vacío, luego de verter
el contenido en su gargüero.
—¡Bebe! —empuja hacia mí el vaso lleno. ¡Bebe!...
La Muerte es una mujer bella que me mira con sus órbitas vacías, sin
ojos. Su palabra es melodía cuando me habla desde su boca sin labios, sin
lengua. Se calla, respira: ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!
La luz del sol traspasa el cristal que da hacia la calle vacía en
Iguala.
“Ay de mí, Llorona, Llorona, llévame al río”
Voy por la Alameda. Sigo a una mujer que camina apoyada en el brazo del
grabador Posada, sí, el de Aguascalientes. Él va de inmaculado traje, sombrero,
corbata “al tono” y pañuelo en el bolsillo del pecho; ella, de largo vestido
con sombrero de plumas. Reconozco al dios Quetzalcóatl colgando del pescuezo de
la doña; junto a ella están Dieguito y Frida, yin–yang, blanco–azul,
amor–dolor.
El olor fétido del cempasúchil ha cubierto todo, como en cada Día de
Muertos. La garúa es tan blanda que no moja. Vamos rumbo al Zócalo; somos
muchos, solo faltan cuarenta y tres.
México DF, noviembre de 2014.