Con solo cruzar bajo el nivel de las nubes aparece el pueblo con sus casas blancas, allí, agachadas en el fondo, olvidadas, tristes, solas.
El joven militar baja de su cabalgadura, camina unos pasos, se estira,
cierra por unos segundos los ojos, abre las manos, mueve de lado a lado
su cabeza, aspira por la nariz suficiente aire para llenar sus pulmones, abre los ojos y lentamente sopla hasta vaciar sus pulmones nuevamente; se queda allí, inmóvil, mirando desde la altura, recorriendo el
espacio más que con la vista con la memoria. A la izquierda descubre el cementerio
cercado por un solo lado, con su calle de tierra y lodo, con su puerta en arco, repleto de tumbas anónimas
debido a que el tiempo se encargó de borrar de las cruces de madera los
nombres de sus muertos. En el centro halla la plaza aún descubierta, es un cuadrado de tierra y huesos de animales, alrededor están la iglesia, la única tienda del pueblo, la
Tenencia Política y la escuela de los Hermanos Quijano y Ordoñez.
Detrás, como telón de fondo, se muestra el paisaje que el río Toachi pacientemente ha ido esculpiendo hasta formar barrancos, encañonados y planicies a ser apisonadas por el yugo de buey, arado y sudor de pobre.
Detrás, como telón de fondo, se muestra el paisaje que el río Toachi pacientemente ha ido esculpiendo hasta formar barrancos, encañonados y planicies a ser apisonadas por el yugo de buey, arado y sudor de pobre.
…
Unos en grupo, otros solos, llegan para abarrotarse frente a la
entrada de la casa en la esquina de la plaza, sí, la que queda al cruzar
la calle desde la iglesia. Unos vienen para conocer al joven militar en cuyo
honor se organizó el baile, otros, los menos, están más interesados por el
inusual festejo organizado a volandas apenas 24 días después del 31 de
diciembre y exactamente dos años antes del día en que comisionado por su cuñado
se apresurará a ejecutar la orden de capturar al sexto de los Alfaro, trasladándolo desde el vapor Quito
hacia el Libertador Bolívar para dejarlo luego en la Gobernación del Guayas y así citarlo con la historia.
Dentro de la casa de bahareque, cal y teja traída desde la Victoria, el
Maximino afina de oído su maltrecha mandolina italiana –sol sol, re re, la la,
mi mi- dice entre dientes, al tiempo en que va torturando una a una las cuerdas
del instrumento; un violín, una guitarra y un guitarrón completan el cuarteto
de cuerdas que lanza el primer compás del vals Presidente Alfaro al solo
percibir bajo el dintel de la puerta la silueta del ilustre convidado. Las notas se atropellan en un desaguisado intento por encontrar una
armonía que solo logran entre el segundo y tercer compás.
-Que gusto Juan Manuel- le dicen al pasar mientras mueven respetuosamente
la cabeza o le extienden la mano en un saludo que es correspondido con
amabilidad y calidez, otros más cercanos lo saludaban con un abrazo y varios
golpes en la espalda –pensar que la última vez que te vi fue el día en que Rosita y el Presidente García Moreno (Dios los tenga en su gloria)
te sostuvieron en la pila bautismal- le dice otro, mientras el joven Lasso
sonríe sin responder y camina hacia el centro del salón.
Como en una coreografía aprendida, se detiene en el centro
del salón y gira con naturalidad practicada, saborea el momento con el mismo gusto con el que beberá años después (de tarde en tarde) interminables tazas de café compartidas con sus contertulios
de La Antorcha; aguarda unos segundos. Con un gesto hecho con la
mano pide que se detenga la música, luego habla en voz alta, asegurándose que
todos lo escuchen, su tono es grave y pausado, habla de la satisfacción por
estar allí, de visitar a parte de su familia, menciona la gran preocupación que
le provoca la noticia que el Rey de España decidió resolver el laudo limítrofe
planteado por el país a favor del Perú, que la guerra es la única opción, que
su estadía será corta pues antes del amanecer debe iniciar su retorno a Quito,
que deja un importante donativo junto con la instrucción de que será utilizado para repartir alimentos entre la gente necesitada y para reparar los techos de la Tenencia Política. Cierra diciendo que les acompañará mientras dure la fiesta
organizada en su honor.
Con un suave movimiento de cabeza pide que se reanude
la música y al instante la mandolina del Maximino arranca esta vez con el vals Chile
y Ecuador, en el fondo del salón y desde un patio interior inician el reparto, en vasos llenos hasta la mitad, del puro que de a poco se va sacando
de uno de los zurrones traídos desde La Palma.
El Joven militar camina hacia donde se encuentran sus parientes, se detiene, hace una
suerte de genuflexión, ofrece gentilmente su mano y dice: Estercita, me concedería la
gracia de bailar con usted.
…
Al regreso hacia la Cienega y apenas al coronar la cuesta la obscuridad da paso a un azul intenso interrumpido por el blanco de unas pocas
nubes. Detrás del Cotopaxi se asoma con timidez el Sol frío del páramo. El viento helado mueve los pajonales de
color cobre en un sonoro vaivén que a la vez protege la tierra negra y húmeda de recoger pequeñas gotas de agua que han dejado las nubes que se agolpan en estos parajes
entre las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche.
…
El Coronel de El Hato
repetirá el baile al inaugurar el salón de fiesta en el que mandó convertir
la capilla de Guachalá (para espanto de curas y beatas) el mismo día en que inicio su efímera revolución socialista armando
un ejército con los huasipungeros y peones de la hacienda que antes fue casa
presidencial de su padrino de bautizo y que por entonces alquilaba a su tía
Josefina, la misma propiedad que luego se convertiría en refugio para su primo Neptalí, expulsado
de la presidencia por constitucionalistas, masones y por el mismo Coronel quien por cuatro días correteo a bala de cañón a sus partidarios, expulsándolos desde la plazoleta de Santo Domingo hasta perderse por las laderas de Quito.