Hace días vengo pensando en garabatear estas líneas, pero el país, ¡ay el país!, no para de arrojarnos titulares como chanclazos.
Cada
día llega una nueva noticia a enterrar la anterior en una montaña de estiércol
fresco, dejándonos la indignación y la indiferencia que nos arrastran como un tsunami de
melancolía colectiva.
Es que, si no es Mengano, es Zutano, y si no Perencejo. Solo
nos falta que llegue el primo lejano de Pepito (el de los cuentos) para
decirnos que lo que estamos viviendo es solo el preludio de un enredo monumental con
tintes de cacho colorado.
Cuando deberíamos estar festejando por haber sobrevivido a ese carrusel
de catástrofes naturales y pandemias que enfrentamos (solos) en años anteriores, resulta
que otra vez tropezamos para caer de bruces sobre una realidad repleta de
episodios de odio y venganza. En un bucle repleto de muertos anónimos, con villanos y chullitas que no aportan en nada pues ni siquiera son capaces de salvarse a sí mismos.
¡Menudo paquete nos ha tocado desenvolver a los ecuatorianos!, testigos de los cientos de regalitos envenenados que nos trae la verdad que nos azota, una pandemia de inseguridad aupada por la mala política y los malos políticos que sin sonrojo se han investido de rockstars dizque para romper todo, incluso sus consciencias, por puro odio y por el placer culposo de exorcizar su pequeñez.
Mientras esperamos que pase el tsunami y por si me buscan, seguiré aquí, echándole una cucharadita
de miel de abeja al café que esta noche acompaña el reconteo de jugarretas
cósmicas que me han dejando los años, en un constante pellizco de sorpresas a las
que casi siempre es mejor sacarles la lengua y guiñarles un ojo.