Lo efímero
Somos un país de indecisiones, de tareas dejadas a medio hacer, de procesos inacabados, de sueños abandonados, de construcciones inconclusas. Vivimos en el “ahí se quedan”, el “conmigo no cuenten”, el “eso me pasa por pendejo” y el “bienechito por metido”. Así nos apartan, cuando no nos hemos autoexcluido ya, de la participación política, de las decisiones que nos afectan o de la acción social, delegando lo importante en quienes no demuestran ni buena intención ni mérito.
Ese alejamiento crea boquerones que terminan ocupados por quienes responden solo a ambiciones y pecados. Así, hipotecamos el orden, la seguridad y nuestro bien vivir en favor de esos avivatos que recogen diezmos en cada alcaldía.
Mientras callamos, los otros, los electos, los llamados a fiscalizar y pedir cuentas, pasan sus días entre el TikTok mal hecho y las selfies mal tomadas. Al final, el tiempo, que resuelve poco, traerá el olvido, como ya ocurrió con el hospital de Miñarica y, más antes, con las refrigeradoras donadas a los curas tras el terremoto del 49.
Y mientras pasan los días, los meses y la vida, estoy yo, listo para saltar sobre las nubes que se detienen en el páramo más alto del Yagüi Urco, con la esperanza de caer entre la bruma y el polvo, justo sobre el balde de la Datsun blanca que cruza el nieve algodón que separa la Piedra León de los Ilinizas.
Antes, mucho antes, estaré sobre ese mismo cielo nublado, mirándolo desde la ventana del avión que me lleva al Saintes del Anfiteatro y la Vía Agrippa, para compartir un cigarrillo negro con una muchacha de Kémerovo.
El éxodo
El futuro es siempre incierto. La vida nos prepara lentamente para afrontarlo, aunque, de tanto en tanto, decide sacudirnos, como lo hicieron Manabí y Esmeraldas al país en 2016. Ese terremoto logró despertarnos por un momento, lo justo para vaciar un par de supermercados en Quito, solo para luego olvidar que hay niños dejando las escuelas, protegiéndose del abandono o vinculándose a la violencia.
Es la desidia la que está vaciando, por tercera vez, el sur y el centro del país. Los jóvenes abandonan el campo para llenar de ponchos rojos y anacos oscuros las ciudades, antes de cruzar a pie la selva del Darién. Lo incierto los expulsa, lo precario los convence de que el desarraigo les traerá la vida digna que anhelan. El malestar los moviliza, como ocurrió en octubre de 2019, cuando hicieron el juego a los políticos del tractorcito y el show en la Casa de la Cultura, para lograr nada. La necesidad los guía; al fin y al cabo, “Dios proveerá”.
Al principio y al final de la duda estoy yo, de pie, sobre el escenario del Teatro Eugenia Mera, como el primer día en la escuela de niñas donde cursé mi primer grado, inmóvil y asustado, pero listo para enfrentar mis miedos y demonios, planteándome ese salto al vacío que algunos llaman imprudencia y al que yo decido llamar libertad.