domingo, 18 de mayo de 2025

El baile de las mariposas

Sayri encontró una mariposa de alas azul cielo en medio del jardín, se detuvo a mirarla con esa curiosidad propia de los niños cuando descubren el mundo que los rodea. Con sorpresa, la vio flotar entre las flores de lupino como si bailara.

Sus cinco años la han convertido en una exploradora inquieta que disfruta por igual de perseguir al gato por toda la casa o de recorrer sola por los rincones inexplorados del jardín.

Su madre, al terminar de peinarla,  le ha puesto listones en el pelo y ella, muy coqueta, ha elegido unas botas amarillas para caminar sobre la tierra negra y húmeda que ha dejado la lluvia por la noche.

Sayri aprendió a leer al mismo tiempo que empezaba a hablar; sin embargo, prefiere imitar los sonidos que hacen los animales, a quienes reconoce por sus ruidos más que por sus nombres. Antes de dormir, quizás se pregunte cómo suena una mariposa

Al sentirse observada, la frágil voladora acorta el tiempo que permanece sobre las flores. Con el tubito que forma su trompa, absorbe el néctar que le da la energía necesaria para vivir. Al volar, se orienta con ayuda de dos finas antenas que sobresalen de su cabeza, y que además utiliza para detectar amenazas mientras sus ojos gigantes observan todo. Su cuerpo, frágil y aterciopelado, se sostiene en seis patas que le permiten percibir olores, y en cuatro alas cubiertas de escamas del color cielo que dan a esas extremidades su aspecto de espejo quebradizo.

Sayri no lo sabe, pero la vida de la mariposa será corta y solitaria; apenas le alcanzará para volar por el jardín, alimentarse y dejar unos pocos huevos que darán origen a nuevas crisálidas. Cuando sienta tristeza, quizás se pregunte de qué está hecha la felicidad.

Ahora va detrás del insecto, que la lleva a encontrarse con un grupo de seres idénticos. Las observa elevarse y descender entre las flores, o posarse sobre algún charco que dejó la lluvia. Unas se detienen, otras avanzan, jugando a desaparecer entre las ramas y volver a aparecer entre las hojas. Sayri intenta seguirlas, primero a una, luego a otra, y después a una tercera. Salta para imitar su vuelo, luego sonríe. Su vestido se mueve con el viento, incorporándose a la danza de las aladas. Cuando recuerde el juego y el misterio, quizás se pregunte quién será el que enseña a bailar a las mariposas.

La pequeña vagabundea curiosa por el jardín, protegida con sus botas de caucho y un poncho de aguas que deja ver la falda de su vestido estampado con rosas, del mismo rojo que los lazos que rematan las trenzas con las que la han peinado. Sus ojos grandes, negros y atentos van en busqueda del próximo descubrimiento, mientras varias mariposas se han reunido para acompañarla. Van movidas por el viento, que esta vez ha decidido ponerse a bailar con ellas.

...

Nota del Autor: Dedicado a Bárbara y Olivia, porque hay cosas que solo las niñas saben mirar.

Si te gustó la historia de Sayri, házmelo saber en un comentario, me encantará leerte.

...

Otras entradas:

El Ángel Malo

Isabel

Un baile en el pueblo

sábado, 3 de mayo de 2025

El Ángel Malo

 

Con los primeros rayos del sol, se develan las líneas de la guerrilla que Sarasti y Salazar han desplegado al pie del Panecillo. Esa mañana del 9 de enero de 1883, Quito se encontrará con la tropa de fusileros que la “Restauración Conservadora” ha enviado para recuperar el gobierno que perdieron casi una década atrás y repetir una tradición de 83 años: la de disputarse la república a balazos.

Los complotados constituirán un pentavirato transitorio, que luego se transformará en el gobierno de Plácido Caamaño. Pero antes —en alianza con los liberales— pondrán fin al régimen de los Veintemilla, pretextando un hartazgo con la incapacidad y el despotismo de Ignacio —el trasnochador y perezoso dictador—, y ocultando que su principal molestia es el nombramiento de una mujer como gobernadora de Quito.

Marietta, heredera política del déspota, los espera desde el día anterior. Ha armado a sus soldados con los Remington que su tío compró a los gringos y usó para derrocar al cuencano Borrero. “Hay que estar preparados”, repite a su tropa, aunque sabe bien que los clericales no pelearán mientras llueva. La joven generala, que había diseñado con pulcra exactitud la defensa de su gobierno, habló por la noche a la soldadesca. Lo hizo con palabras sencillas, pronunciadas de manera franca, pero con la fortaleza que demostró desde niña, pues sabía que eran muchos los que la admiraban y no pocos los que estaban dispuestos a morir por su causa.

Con el estruendo del primer cañonazo, los hombres menos curtidos abandonan las filas restauradoras. Huyen como desertores, desparramándose por los caminos que los alejan de Quito, mientras que en el bando opuesto, los veintemillistas abarrotan bocacalles, torres, casas particulares y azoteas. Están listos para la refriega, esperando a los flancos restauradores que llegarán desde Santa Clara, La Merced y Santo Domingo hasta convertir a San Francisco en la principal plaza de guerra.

Los quiteños verán a las guerrillas avanzar a costa de sus muertos, con su sangre tiñendo de carmesí las calles y paredes de la ciudad. En algunos sitios, la lucha se dará casa por casa y azotea por azotea; se horadarán paredes para enfrentarse a puño y bala en patios interiores. Desde el palacio, la casi adolescente Marietta seguirá cada movimiento, en las azoteas trazará sus decisiones; en los pasillos entrevistará a sus jefes, a quienes llamará para darles nuevas indicaciones; desde los salones emitirá órdenes firmes que los suyos acatarán sin discusión ni duda. Se moverá por todo lado como un espectro que anticipa el duelo, aparecerá en el lugar donde se la necesite: es hermosa y joven, va armada y serena, mira a sus hombres con sus ojos celestes y decididos, deja claro que no teme morir.

Sus órdenes se expresan en tono sereno, igual que aquellas con las que García Moreno envió a Secundino Darquea a fusilar al general José de Veintemilla, aplastar la revuelta con la que intentaba derrocarlo y dejar huérfana a Marietta cuando apenas cumplía cinco años. Será el mismo “San” García Moreno —por influencia de su esposa, Rosa Ascázubi— quien más tarde le otorgue los medios para estudiar en los Sagrados Corazones. Gesto que, junto con el fusilamiento de su padre, provocará en ella un odio ciego por el tirano benefactor, un desdén profundo por los hombres y una intensa relación con el poder y la guerra.

En el poder se moverá con sigilo y astucia, hasta convertirse en la verdadera cabeza del gobierno de su tío —el infame, el mudo—. Disfrutará del mando en convites y tertulias con poetas e intelectuales, o trayendo óperas y compañías extranjeras para presentarlas en el Teatro Sucre aún en construcción. Se investirá de soberbia en los desdenes y desplantes con los que despreciará a traidores y enemigos, e incluso usará su influencia para quebrar la mojigatería de las encopetadas familias quiteñas, promoviendo que sus hijas y esposas paseen, invitadas a las retretas que dispondrá en la Alameda, parque que ella ordenó construir.

Con la guerra mantendrá pasiones intensas. Conservadores y liberales serán blanco de su pluma precisa y de sus revoluciones. Hará de la imprenta su Campo de Marte y de la palabra escrita el arma arrojadiza que lanzará con furiosa puntería. Su impacto, contumaz, seguirá golpeando conciencias desde sus Páginas del Ecuador. Se batirá a tinta brava con Mera, Montalvo, Vela y con todos, para defender al indefendible tío Ignacio —corrupto e incapaz—. Será la guerra quien le ofrezca la sangre de sus muertos, y con ella en las manos caminará, del brazo de sus captores, hacia la cárcel y el destierro.

La noche acallará el estruendo de cañones, metrallas y rifles, dejando solo el lamento de cientos de heridos y de las familias que irán a recoger a sus muertos. Marietta se ocupará de buena parte de ellos —los que le corresponden—, consolando y atendiendo. La madrugada traerá el miedo y la traición al ejército dictatorial: los pusilánimes se fugarán arropados por la oscuridad, y los encargados de proteger el palacio se dejarán desarmar sin resistir, sin disparar, sin siquiera vociferar o protestar. La generala, sabedora de su derrota, esperará junto a sus tías en el Convento de los Jesuitas; allí la encontrarán, con su vestido negro agujereado y manchado por las astillas que las balas desprendieron de las paredes del palacio sin lastimar su cuerpo ni aplacar su insolente altanería.

El presidio no le será leve. Intentarán doblegarla impidiéndole el sueño; lo volverán a hacer al tapar la ventana de su celda para quitarle la luz del día, o al obligarla a mantener durante días la ropa manchada y rota que usó durante la toma de Quito. Incluso la expondrán desnuda frente a sus captores mientras revisan la muda limpia antes de permitirle cambiarse. Lo intentarán durante ocho meses sin lograrlo. En su lugar, ella provocará la simpatía tanto de sus carceleros como de intelectuales y diplomáticos. El embajador francés le ofrecerá su residencia como tránsito entre la cárcel y el destierro. Antes de eso, los jóvenes del Escuadrón Sagrado —a quienes se encargó su custodia— le llevarán serenata, causando la ira y el desasosiego de los pentaviros. Algunos de esos muchachos, llenos de pueril valor y faltos de experiencia, caerán sin vida dos meses después, en la cima del cerro Santa Ana, durante la batalla de Guayaquil.

En el futuro, el propio Mera hablará de su juventud y belleza; para Juan Benigno Vela será el “Ángel Malo”, mientras que Abelardo Moncayo la tildará como la única página gloriosa en la negra historia de Veintemilla. Todos reconocerán su inteligencia y cultura, al tiempo que le reprocharán haber defendido al tiranuelo, déspota y corrupto Ignacio “pilla-pilla” —como lo describe Montalvo en Las Catilinarias. Los cronistas dirán también que el 9 de enero de 1883 logró imponerse a los restauradores, y que lo habría conseguido al día siguiente si, desde el norte, no se hubiera unido el batallón comandado por Landázuri, evitando una derrota que ya se encontraba escrita. No la vencerán las balas, sino el miedo y la traición.

Veinticuatro años y cuatro meses después, Marietta de Veintemilla —ya de cuarenta y ocho años— habría preferido morir por una de las balas del francotirador que, en complicidad con los curas, los restauradores apostaron en la torre de San Agustín, en lugar de que fuera la fiebre terciaria, transmitida por los zancudos que la hallaron organizando una nueva revolución en el Chota, la que, tras cuatro días de fiebre, escalofríos y alucinaciones, la cite con la muerte… y con la historia.


Nota del Autor: Este relato combina hechos históricos documentados con recursos propios de la ficción literaria. Algunas fechas, nombres y escenas han sido reinterpretadas con fines narrativos, respetando la verosimilitud y el contexto de la época.

Otras entradas:

Liliput o el reino de Langle

Un baile en el pueblo



Entrada destacada

Resumen de la presentación del libro "Los Guerrero, Genealogía i Bitácora".

Ambato, viernes 22 de febrero de 2019 Teatro del Centro Cultural Eugenia Mera