El ruido de los buses peleando por obtener pasajeros y el de la calle llenándose con las ventas diarias marcaron el
momento en que salió de la que, desde ese día, dejaría de ser su casa. Serán muchas cuadras hasta el
terminal de buses, pero las recorrerá a pie, como un anticipo de los casi cinco
mil kilómetros que tendrá que cruzar de esa manera.
Dudará si debe despedirse, como lo hizo de su
madre, que lo abrazó con las lágrimas de quien pierde dos hijos en tan solo un par de
semanas: el primero por las balas de los muchacos; este, para no perderlo del
todo. Al final, decidirá no hacerlo; sus ojos le habrían robado el valor de marcharse sin
siquiera pedirle que se quedara. Tampoco habrá un mensaje de texto a su
teléfono; en reemplazo, le escribió una carta, en papel y con la letra cuidada
que le enseñaron en la escuela del pueblo donde creció y vivió hasta que los
primeros muchachos le obligaron a irse.
Antes de salir revisó otra vez la mochila del gris
desteñido que anticipa su viaje. Escogió una de lona gruesa dentro de la que metió otro par de zapatos, dos camisetas sin estampes, un pantalón liviano,
tres calzoncillos enrollados y cuatro pares de medias, todos de aspecto viejo;
una botella plástica medio llena para que no pese; una funda de pan en rodajas
y cuatro atunes pequeños; además de un jabón y pasta de dientes. En un bolsillo
lateral guardó un cepillo de dientes, un rollo de papel higiénico y una
peinilla. En el camino incluirá dos chicles y un sobrecito de suero oral que
alguien le dará en la terminal de buses, al verlo pálido y asustado. El suéter,
la chompa y la gorra negra los lleva puestos.
Entre las costuras del forro, rotas y vueltas a coser,
escondió una copia de la cédula, envuelta en un papel en el que escribió a mano
la dirección del primo que había huido meses atrás y el número de teléfono de
ella y el de su madre. Junto al celular, envuelto en una media, colocó el
cargador y la batería portátil que habían pertenecido a su hermano mayor. “Deben ser
poco atractivos para los polleros”, le dijo su primo la última vez que
hablaron.
Los dólares que le han quedado van pegados a su cuerpo, escondidos entre la ropa y ocultos en el
forro de la mochila. Unos pocos, apenas los necesarios para llegar a la
frontera, se arrugan en la delgada billetera que mantiene en el bolsillo de su
pantalón de mezclilla. También guarda allí un par de fotografías, la ecografía
con la nota de que será una niña y una estampa de la Virgen del Quinche, a
quien se encomienda al recorrer la primera cuadra. Mientras reza, sostiene con la
mano izquierda el escapulario de tela que cuelga de su cuello.
La carta de despedida se aferra en su mano, sin querer
soltarle. Ha decidido dejársela a la primera persona que encuentre al llegar
donde ella trabaja, alguien que la conozca y pueda entregársela. En la carta
ofrece llamarla desde cada país que alcance, enviarle
dinero para sus revisiones y para lo que vaya necesitando la niña al nacer y,
repetido varias veces en el corto texto, promete llevarlas después, en avión y
seguras. También le pide perdón por no despedirse, por no ser capaz de enfrentar
su mayor miedo, el de no volver a verlas.
Al llegar al final de la carta, ella sentirá caer una
lágrima y la verá fundirse con la última de las frases escritas en tinta azul:
‘por favor, háblale bien de mí".
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