domingo, 17 de agosto de 2025

La primera cuadra

El ruido de los buses peleando por obtener pasajeros y el de la calle llenándose con las ventas diarias marcaron el momento en que salió de la que, desde ese día, dejaría de ser su casa. Serán muchas cuadras hasta el terminal de buses, pero las recorrerá a pie, como un anticipo de los casi cinco mil kilómetros que tendrá que cruzar de esa manera.

Dudará si debe despedirse, como lo hizo de su madre, que lo abrazó con las lágrimas de quien pierde dos hijos en tan solo un par de semanas: el primero por las balas de los muchacos; este, para no perderlo del todo. Al final, decidirá no hacerlo; sus ojos le habrían robado el valor de marcharse sin siquiera pedirle que se quedara. Tampoco habrá un mensaje de texto a su teléfono; en reemplazo, le escribió una carta, en papel y con la letra cuidada que le enseñaron en la escuela del pueblo donde creció y vivió hasta que los primeros muchachos le obligaron a irse.

Antes de salir revisó otra vez la mochila del gris desteñido que anticipa su viaje. Escogió una de lona gruesa dentro de la que metió otro par de zapatos, dos camisetas sin estampes, un pantalón liviano, tres calzoncillos enrollados y cuatro pares de medias, todos de aspecto viejo; una botella plástica medio llena para que no pese; una funda de pan en rodajas y cuatro atunes pequeños; además de un jabón y pasta de dientes. En un bolsillo lateral guardó un cepillo de dientes, un rollo de papel higiénico y una peinilla. En el camino incluirá dos chicles y un sobrecito de suero oral que alguien le dará en la terminal de buses, al verlo pálido y asustado. El suéter, la chompa y la gorra negra los lleva puestos.

Entre las costuras del forro, rotas y vueltas a coser, escondió una copia de la cédula, envuelta en un papel en el que escribió a mano la dirección del primo que había huido meses atrás y el número de teléfono de ella y el de su madre. Junto al celular, envuelto en una media, colocó el cargador y la batería portátil que habían pertenecido a su hermano mayor. “Deben ser poco atractivos para los polleros”, le dijo su primo la última vez que hablaron.

Los dólares que le han quedado van pegados a su cuerpo, escondidos entre la ropa y ocultos en el forro de la mochila. Unos pocos, apenas los necesarios para llegar a la frontera, se arrugan en la delgada billetera que mantiene en el bolsillo de su pantalón de mezclilla. También guarda allí un par de fotografías, la ecografía con la nota de que será una niña y una estampa de la Virgen del Quinche, a quien se encomienda al recorrer la primera cuadra. Mientras reza, sostiene con la mano izquierda el escapulario de tela que cuelga de su cuello.

La carta de despedida se aferra en su mano, sin querer soltarle. Ha decidido dejársela a la primera persona que encuentre al llegar donde ella trabaja, alguien que la conozca y pueda entregársela. En la carta ofrece llamarla desde cada país que alcance, enviarle dinero para sus revisiones y para lo que vaya necesitando la niña al nacer y, repetido varias veces en el corto texto, promete llevarlas después, en avión y seguras. También le pide perdón por no despedirse, por no ser capaz de enfrentar su mayor miedo, el de no volver a verlas.

Al llegar al final de la carta, ella sentirá caer una lágrima y la verá fundirse con la última de las frases escritas en tinta azul: ‘por favor, háblale bien de mí".



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