lunes, 3 de noviembre de 2025

Una nueva Constitución: el dilema entre el poder y el no poder

La consulta sobre la Constitución, planteada en el referéndum de 2025, nos invita a reflexionar sobre tres preguntas esenciales: ¿por qué deberíamos cambiarla?, ¿qué incidencia tendremos en las decisiones que se tomen? y ¿qué se pretende mantener o modificar respecto a la actual?

Con el propósito de aportar a la decisión que usted, querido lector, tome, expongo a continuación algunos comentarios personales.

1. ¿Por qué deberíamos cambiar la Constitución?

Entre los argumentos expuestos en el anexo publicado por el Consejo Nacional Electoral (CNE), se menciona una crisis estructural que no puede resolverse con la Constitución actual o con reformas parciales. Se señala que, pese al esfuerzo de militares y policías, su labor está limitada por la corrupción judicial y por normas (constitucionales) que favorecen la impunidad. Además, plantea la necesidad de enfrentar la crisis climática, la transición energética, la revolución digital y la migración (omite la transición demográfica) y que es necesario generar confianza en las instituciones, redefinir el pacto social y reestructurar el Estado. Frente a esos argumentos, está el hecho de que un texto, por sí solo, no resuelve nada; más aún cuando el obstáculo han sido siempre las personas que lo aplican a conveniencia.

El proponente señala que el país enfrenta nuevos problemas: débil argumento, cuando sabemos que los problemas que afectan a los ecuatorianos son los mismos de siempre: educación, empleo, salud, acceso a servicios, corrupción y participación política, entre otros. Los nuevos, como la pandemia o los efectos del cambio climático, solo han dejado al descubierto falencias estructurales.

La inseguridad, aunque acompañada de crecientes niveles de violencia, tampoco es nueva; tampoco lo es el riesgo de que los ciudadanos queden desprotegidos con el pretexto de fortalecer a las instituciones del sector seguridad. Esto hace imprescindible la discusión de los derechos dentro de la carta constitucional.

La desconfianza hacia la Asamblea Nacional, el Consejo de Participación Ciudadana o el Consejo de la Judicatura va más allá de la Constitución y recae sobre el comportamiento de sus integrantes y, antes, sobre los partidos que proponen sus candidaturas. Su deterioro está marcado por la poca capacidad de sus miembros, los discursos vulgares que allí se pronuncian, el uso de la fiscalización y la veeduría para perseguir, los evidentes intentos de desestabilización, los escándalos, los comportamientos dolosos y una larga lista de etcéteras.

Hay otras razones, incluso de mayor peso, que no fueron incluidas entre los argumentos expuestos por el proponente del referéndum. La Constitución de 2008 no ha logrado implementarse en su totalidad. Un ejemplo es la conformación de los Gobiernos Autónomos Descentralizados, que incluyen los regionales (traducidos luego en zonas de planificación), cuya compleja arquitectura territorial es contradictoria frente a la necesidad de un Estado eficiente. Tampoco el Régimen del Buen Vivir (adaptación del Sumak Kawsay), concebido como un modelo de desarrollo integral, convertido en una utopía frente a la persistencia de la pobreza, la desigualdad, la falta de acceso a servicios y el empleo inadecuado. Lo mismo ocurre con la plurinacionalidad, que no logró traducirse en autonomía política real ni en participación equitativa de los pueblos étnicos, y con la economía social y solidaria, reducida a iniciativas dispersas sin peso estructural. Estos tres últimos principios —Buen Vivir, plurinacionalidad y economía solidaria— serán los primeros candidatos por eliminar.

2. ¿Qué incidencia tendremos en las decisiones que se tomen?

La misma pregunta plantea un parlamento con 80 asambleístas constituyentes, distribuidos en 24 nacionales, 50 provinciales y 6 del exterior. Lo que se traduce en que el 30 % vendrá de espacios nacionales; el 12,5 % lo aportará Guayas; el 8,75 % Pichincha; el 5 % Manabí y el 7,5 % del exterior, mientras que el resto de las provincias apenas podrá aportar con el 2,5 % o el 1,25 % de los integrantes y de los votos. Por su parte, la posibilidad de presentar iniciativas ciudadanas dependerá de obtener el respaldo del 0,5 % del padrón electoral (aproximadamente 69 000 personas), muy difícil de conseguir en los 180 días que durará la Asamblea; quedará como opción convencer a algún asambleísta para que lo haga.

Como se ve, la opinión de las provincias incidirá poco. La decisión final estará influida mayormente por los asambleístas de Guayas, Pichincha y, en alguna medida, de Manabí. Un tercio de los votos vendrá del “espacio nacional”, que en su mayoría provendrá de Quito y Guayaquil.

La votación por listas cerradas y el método de asignación derivarán en una Asamblea dominada por ADN y RC, dejando la discusión en esas dos voces, con poco espacio para el debate externo y ubicando el riesgo de que tengamos una Constitución impuesta por la fuerza de los votos, sin participación, sin pluralidad de ideas y sin lo que el país necesita.

3. ¿Qué se pretende mantener o modificar?

Nuevamente, a partir del estatuto anexado por el CNE, se desprende que la próxima Constitución estará organizada en ocho secciones: a) Derechos y Garantías Fundamentales; b) Organización y Funciones del Estado; c) Régimen Económico y Finanzas Públicas; d) Justicia y Sistema Judicial; e) Participación Ciudadana y Control Social; f) Régimen Territorial y Descentralización; g) Naturaleza y Ambiente; y h) Régimen de Desarrollo e Inclusión Social. En el documento publicado no se menciona si existirá algún mecanismo para incorporar nuevas secciones.

La estructura propuesta sugiere un documento más operativo y resumido, centrado en el rediseño institucional, lo que contrasta con la Constitución vigente, que resulta más ideológica —con ejes como el Buen Vivir, la Plurinacionalidad, los Derechos de la Naturaleza y la Participación Ciudadana—. La nueva propuesta abre el camino a la transformación del Estado de derechos y justicia, a la eliminación del Consejo de Participación Ciudadana y a la revisión de los derechos de la naturaleza, la consulta previa y la plurinacionalidad. Sugiere un texto más breve, orientado a redefinir la organización estatal y a reequilibrar las funciones en torno a los tres poderes tradicionales. Tampoco prevé una mesa sobre relaciones internacionales ni sobre supremacía constitucional, dos pilares jurídicos del texto vigente.

Una nueva Constitución podría ser una oportunidad para corregir los excesos, omisiones y contradicciones acumuladas en estos quince años, pero también puede convertirse en un ejercicio costoso e improductivo si el debate vuelve a girar en torno a los mismos actores y resentimientos. Ningún texto, por más innovador o moderno que sea, puede resolver lo que la práctica política se encarga de erosionar: la falta de ética pública, el uso del Estado como botín y la conversión de la ley en instrumento de impunidad. El dilema no es, entonces, votar sí o no al cambio constitucional, sino entender qué tipo de país queremos reconstruir, con qué reglas y, sobre todo, si las vamos a respetar. 

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