Planteo esta
entrada desde la lógica del sosiego que normalmente me acompaña en momentos
particulares de la vida. Si alguien lee esto, por favor, no confunda mi
declaración de ánimo con pesadumbre, primero porque son distintos y luego
porque los minutos de calma siempre me han servido como un mecanismo de recarga
y como una inagotable fuente de ideas. También, propongo este texto como una
reflexión que pretende aportar, aunque no lo haga de forma explícita y se tome
por licencia el hecho de que se aloja en mi blog y, por tanto, soporta
cualquier discurso intimista.
Por mucho tiempo
pensé que viajar consiste en moverse de un lugar a otro, la mayor parte de las
veces por una ruta definida y en un tránsito momentáneo; otras tantas, quizás
lo haga de forma caótica o, por lo menos, desordenada, pero siempre con la
intención de retornar en un tiempo relativamente corto al lugar de partida
(distinto este, debo aclarar, del lugar de origen). Con los años, y no con la
experiencia, que es otra cosa, entendí que ese caminar no solo se refleja en el
tránsito territorial sino también en una movilidad temporal e incluso en una evolución
intelectual, y que cada viaje determina el abandono automático de algo personal
en función del encuentro también automático de otro "algo" personal.
Cada ruta supone
desprenderse. Dejar la casa de mis padres fue abandonar la infancia y la
juventud feliz; dejar el colegio y los amigos fue colocar en el recuerdo las
bromas, las risas, las despreocupaciones y la inmortalidad de los seres
queridos. Dejar la universidad y sus madrugadas fue olvidar el "¡qué me
importa!" de lo material, allí arrumado junto a la solución de cualquier
problema del mundo, arreglado con solo esbozar un discurso. Abandonar el primer
trabajo fue llevarse la certeza de que siempre voy a jugar en el mejor equipo,
porque eso depende de mí, aunque no siempre gane, porque eso depende de otros.
Abandonar el segundo y el tercer trabajo será siempre conservar las victorias y
dejar para otros las medallas.
Cada estancia, en
cambio, marcará un encuentro. La sumatoria de estos encuentros, supongo, se
transformará en nuestra particular filosofía de vida. La mía es una barroca
juntura de ideas, será la sala de la casa familiar donde me veo rodeado de las
primeras lecturas que me harán volver a Macondo cada vez que sienta caer la lluvia; será el
viejo Isinliví de los segundos libros donde conocí al Che de la Higuera, al
Daquilema de la plaza de Yaruquíes y al Sucre de Berruecos; será el piso de
cualquier corredor, donde me veré enfrentado al Dios de Schrödinger o
preparando el disfraz que ocultará mi instinto egoísta congénito. También hallaré
los motivos de mi animadversión declarada por la "Ciudad Letrada"; de
los cuartos libros sacaré una posmodernidad que coseré a mi medida (lo que sea
que signifique eso); y de los quintos no tengo idea de lo que sacaré.
Como conclusión
de este post, mencionaré de forma circular que, iniciar un viaje es
desprenderse para, en el camino, encontrar algo distinto, que el viajero se
lleva pegado en la piel (la suya y de aquellos a quienes toca). Estos
"algos" se mueven y, al mismo tiempo, permanecen allí de forma
simbiótica. Las etapas de la vida también son viajes, las ideas que colectamos
para formar nuestro pensamiento individual o colectivo también son viajes. Es así
que, lo que hacemos y lo que construimos es patrimonio general de todos y un
valor individual de cada personal.
En mi viaje
personal, siempre preferí dejar en lugar de llevarme, será por mi ego
disfrazado o porque en el fondo sé que lo que he ido guardando terminará convertido
en mi equipaje del destierro.