Me gusta esperar, quietecita, que el Sol al ir levantándose detrás de las
montañas caliente mis manos y mi cara con ese calorcito que nos obliga a
despertar a todos en la casa. Cuando el Sol llega, hasta las flores más
pequeñitas parecen abrirse, mientras el rocío que las cubre en la madrugada va
recorriendo sus pétalos, luego, convertido en gordas gotas de agua, se lanza
desesperado buscando el suelo. ¡Plic! La gota se esconde veloz, entre la tierra
negra y húmeda. ¡Ploc! La gota revienta sobre alguna piedra de las muchas
esparcidas por la calle.
También me gustan las horas que paso sentada a un lado de la puerta, escondida
y protegida bajo el alero del tejado de paja y madera donde no me alcanzan ni
la lluvia ni el sol del mediodía. Desde ahí escucho clarito a los pájaros que
silban y cantan ocultos entre las hojas de los árboles. Los quindes me llaman ¡tsiii
ti ti ti tsi tsik tsik!, yo les sonrío y ellos danzan y baten sus alas y hacen sus
nidos de ramitas y telas de araña.
La mañana es mi momento preferido del día, pero más si es una mañana con Sol.
No, cuando todos van al río a lavar y bañarse cargando la ropa y en una hilera
que se tarda horas en volver. Sí, cuando el baño es en el patio de la casa, cuando
mis hermanos corretean, gritan, se esconden, pelean y se escabullen en un
intento desesperado (e inútil) por evitar el agua y jabón. Mamá los atrapa, ¡zis!
Tiene a uno, ¡zas! Tiene a otro, ¡zum! A
otra, ¡zis zas zum! Tiene a todos.
Mi turno de baño es diferente, empieza con mamá vaciando agua limpia en la tina
que ocupa desde siempre el centro del patio de tierra detrás de la casa. El Sol
va entibiando despacito el agua (inmóvil) dentro de la tina, en la superficie
puedo ver el humito que se esfuma al segundo siguiente de separarse del líquido
y desaparece sin hacer ruido. Mamá me ayuda a sentarme junto a la tina y vierte
con un pilche el agua desde mi cabeza, primero lento “para que no sientas frío
Isabel”, luego rápido. ¡Plaf! ¡Chas! ¡Ploc! Me gusta sentir el agua recorriendo,
chorreando, goteando, sobre mi piel.
Con cada restregada, las burbujas de jabón se van amontonando sobre mi
pelo. ¡Glu glu glu! “Cierra los ojos Isabel”, ¡plop! Explotan las burbujas dentro de mis oídos, soplo
fuerte ¡fuuu! Y alguna vuela hasta perderse en el cielo más azul que pueda
imaginar. “Las nubes están hechas de las burbujas de jabón que soplan los niños
al bañarse” dice mamá y luego me arropa en una cobija calientita de estar
tendida al Sol. Me quedo así por un rato, arropadita, sin moverme, con mi madre
abrazándome, quietecitas, sin recordar el silencio que por la noche oculta el también
azul de sus ojos. ¡Toc toc toc! Suena su corazón, ¡Tic tac tuc! Responde el
mío.
Las tardes son todas iguales, son todas tranquilas, excepto las de agosto, esas
son cuando el viento se pone bravo y corre fuerte, tanto que hasta los árboles
se retuercen y protestan negándose a caer. ¡Sss sss sss! ¡Crac crac crac! Las
hojas secas se alborotan, vuelan, caen a mis pies que cuelgan sin topar el
suelo (estoy sentada bajo el alero de la puerta, sobre una de las seis sillas
amarillo pálido que mi hermano Cesar aún no ha construido).
Las tardes son todas iguales, excepto las de abril (aguas mil), esas están llenas
del ¡cloc cloc cloc! De los chorritos que la lluvia produce y del granizo cayendo
desde la paja que sobresale del techo hasta descuajarse con un golpe seco sobre
el suelo. ¡Chap chap chap! Suenan los pies descalzos de mis hermanos que se
persiguen sobre el lodo entre risas y chanzas.
Las Noches son mis preferidas, menos esta que con su silencio grita y lo
tapa todo y lo esconde todo y lo olvida todo. ¡…! Entonces mamá me abraza, me
besa y mientras me acuesta le escuchó decir (con su voz quedita para que no se
enoje el silencio) “No llores Isabel, se harán obscuros tus ojos de cielo”.