viernes, 11 de noviembre de 2016

Isabel

Me gusta esperar, quietecita, que el Sol al ir levantándose detrás de las montañas caliente mis manos y mi cara con ese calorcito que nos obliga a despertar a todos en la casa. Cuando el Sol llega, hasta las flores más pequeñitas parecen abrirse, mientras el rocío que las cubre en la madrugada va recorriendo sus pétalos, luego, convertido en gordas gotas de agua, se lanza desesperado buscando el suelo. ¡Plic! La gota se esconde veloz, entre la tierra negra y húmeda. ¡Ploc! La gota revienta sobre alguna piedra de las muchas esparcidas por la calle.
También me gustan las horas que paso sentada a un lado de la puerta, escondida y protegida bajo el alero del tejado de paja y madera donde no me alcanzan ni la lluvia ni el sol del mediodía. Desde ahí escucho clarito a los pájaros que silban y cantan ocultos entre las hojas de los árboles. Los quindes me llaman ¡tsiii ti ti ti tsi tsik tsik!, yo les sonrío y ellos danzan y baten sus alas y hacen sus nidos de ramitas y telas de araña.
La mañana es mi momento preferido del día, pero más si es una mañana con Sol. No, cuando todos van al río a lavar y bañarse cargando la ropa y en una hilera que se tarda horas en volver. Sí, cuando el baño es en el patio de la casa, cuando mis hermanos corretean, gritan, se esconden, pelean y se escabullen en un intento desesperado (e inútil) por evitar el agua y jabón. Mamá los atrapa, ¡zis! Tiene a uno,  ¡zas! Tiene a otro, ¡zum! A otra, ¡zis zas zum! Tiene a todos.
Mi turno de baño es diferente, empieza con mamá vaciando agua limpia en la tina que ocupa desde siempre el centro del patio de tierra detrás de la casa. El Sol va entibiando despacito el agua (inmóvil) dentro de la tina, en la superficie puedo ver el humito que se esfuma al segundo siguiente de separarse del líquido y desaparece sin hacer ruido. Mamá me ayuda a sentarme junto a la tina y vierte con un pilche el agua desde mi cabeza, primero lento “para que no sientas frío Isabel”, luego rápido. ¡Plaf! ¡Chas! ¡Ploc! Me gusta sentir el agua recorriendo, chorreando, goteando, sobre mi piel.
Con cada restregada, las burbujas de jabón se van amontonando sobre mi pelo. ¡Glu glu glu! “Cierra los ojos Isabel”, ¡plop!  Explotan las burbujas dentro de mis oídos, soplo fuerte ¡fuuu! Y alguna vuela hasta perderse en el cielo más azul que pueda imaginar. “Las nubes están hechas de las burbujas de jabón que soplan los niños al bañarse” dice mamá y luego me arropa en una cobija calientita de estar tendida al Sol. Me quedo así por un rato, arropadita, sin moverme, con mi madre abrazándome, quietecitas, sin recordar el silencio que por la noche oculta el también azul de sus ojos. ¡Toc toc toc! Suena su corazón, ¡Tic tac tuc! Responde el mío.
Las tardes son todas iguales, son todas tranquilas, excepto las de agosto, esas son cuando el viento se pone bravo y corre fuerte, tanto que hasta los árboles se retuercen y protestan negándose a caer. ¡Sss sss sss! ¡Crac crac crac! Las hojas secas se alborotan, vuelan, caen a mis pies que cuelgan sin topar el suelo (estoy sentada bajo el alero de la puerta, sobre una de las seis sillas amarillo pálido que mi hermano Cesar aún no ha construido).
Las tardes son todas iguales, excepto las de abril (aguas mil), esas están llenas del ¡cloc cloc cloc! De los chorritos que la lluvia produce y del granizo cayendo desde la paja que sobresale del techo hasta descuajarse con un golpe seco sobre el suelo. ¡Chap chap chap! Suenan los pies descalzos de mis hermanos que se persiguen sobre el lodo entre risas y chanzas.
Las Noches son mis preferidas, menos esta que con su silencio grita y lo tapa todo y lo esconde todo y lo olvida todo. ¡…! Entonces mamá me abraza, me besa y mientras me acuesta le escuchó decir (con su voz quedita para que no se enoje el silencio) “No llores Isabel, se harán obscuros tus ojos de cielo”. 

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