Liliput es un reino
mágico, cuyo territorio abarca los dos islotes que se encuentran en medio de la
Laguna de Tsuish Kucha,
los que en los mapas oficiales se marcan con los nombres de Yeroví y Wolf y aparecen
apenas separados por el Canal de Ensueño donde funciona un puente marítimo
similar al de Itabaca que junta Baltra y Santacruz en las Encantadas, islas con
las que Liliput comparte la habilidad de aparecer y desaparecer.
Wolf es territorio
rústico, sus 41 hectáreas se encuentran tapizadas de pequeñas piedritas
volcánicas que desde lo alto se esconden bajo el amarillo característicos de
las flores de columellias que saturan el islote y lo pintan de ese color.
Quienes llegan a Liliput primero deben pasar por Wolf y recorrerla, entre
subidas y bajadas, por una vía que la cruza por su diámetro.
Yeroví que es la isla más
chica, apenas mide 27 hectáreas, la tercera parte de ellas está poblada y cubierta
de casas de un solo piso, la mayoría son grises con techos blancos, rojos o azules,
todas dispuestas de manera concéntrica con su Cusco en el Palacio de Langle. Cuatro
calles dividen y se desprenden de la Villa, simulando cuatro radios de
bicicleta a manera del Qhapac ñan adentrándose
en cada suyu. Son calles limpias y
coloridas que por las mañanas se barren con escobillas de tillín y se adornan con coralitos, tzimbalos (que desaparecen
porque la gente se los come), ashpa coral
y achupallas.
A los liliputienses les
gusta bañarse con la chilca (Baccharis latifolia) que traen del
Teodoro Wolf, arbusto al que le atribuyen cualidades curativas y
antiinflamatorias, pero que en la práctica ha ocasionado que adquieran ese
particular tono verduzco propio de la piel de los liliputienses y que llama la
atención de los escasos visitantes que se ha permitido llegar, pero tan
valorado entre los locales que cuando un niño recupera el color propio, le dan
a beber ñachag y le bañan con chilca
varias veces al día.
El primer hombre del
reino es su gobernante, Don Luis Adolfo I, Canciller de Todos los Reinos,
Comandante Supremo de los hombres libres de Liliput, Rey Vitalicio y último Vizconde
de Langle, hombre lucido, vivaz y acertivo, al que el pueblo en su infinita
sabiduría (y a sus espaldas) le ha puesto el mote de Luchito “El Bondadoso”.
El Vizconde habla con
humildad pues la adoptó como norma de vida suya y de todo aquel que habite
Liliput, tan comprometido está con ello que a quien da muestras de ensoberbecimiento,
altanería, jactancia, o vanidad, lo acoge bajo su cuidado para con la paciencia
de un padre explicarle sobre las limitaciones humanas, invitarle a reflexionar
sobre ellas y a encontrar las propias de su ser limitado para corregirlas. Cada
descubrimiento es anunciado por el mismísimo don Luis, quien con aspaviento
público lo muestra desde el púlpito como ejemplo del bien ser.
La Corte Real está
compuesta exclusivamente por hombres, todos llenos de los méritos que el
mismísimo Vizconde ha repartido cual dones, es así que uno exhibe la
paciencia, otro la bondad, otro el desprendimiento, otro la solidaridad, otro
la empatía, otro la simpatía y uno más la conformidad.
Ser pequeño es un mérito de
la Corte, por ello la mayor celebración se da cuando los jóvenes dejan de
crecer, fecha en la que se los premia con un ramo de chuquiragua y unas gotas de néctar azul que la mujer del Vizconde
prepara, mismo premio que se entrega al adulto que logra disminuir algunos
centímetros ya sea por encorvar su espalda o su conciencia.
Lo más valorado en el reino
es el conocimiento y su inmensa biblioteca es el mayor bien, en ella reposan
libros y documentos traídos de todos los rincones del planeta por sabios,
profetas y santos. Los libros se consideran comunales por lo que pueden ser
consultados en cualquier momento por cualquier persona y en cualquier lugar,
excepto en el sitio que se encuentra reservado para el Vizconde, un espacio
adornado por una preciosa figura de Eniato
o Ekeko, el dios de la abundancia,
zona con varios estantes de selectos libros impresos sobre tan delicado papel
que no puede ser visto por aquel marcado por la indolencia, la incapacidad o la
intolerancia, en ellos, según los doctos cesionarios de tan preciados
documentos, reposa el conocimiento universal y solo él, el pequeño Luis, ha
sido capaz de leerlos.
Todo es tranquilo en
Liliput o al menos lo era hasta el día en que la gente del pueblo mandó a
colocar en el centro de la villa, justo enfrente de la entrada principal del
Palacio, una placa con negras y gruesas letras en las que se lee: “Allí mora
un pendejo”.
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