Cómo se
mide la opinión pública
La opinión pública se mide a través de métodos que exploran lo que las
personas piensan, sienten o creen sobre asuntos de interés común. La
herramienta más utilizada es la encuesta, que recopila respuestas estructuradas
de una muestra representativa y permite estimar las tendencias existentes
dentro de la población analizada.
No obstante, la encuesta no puede anticipar los cambios. El sentir
ciudadano fluctúa con cada hecho del entorno, se ve influido por la publicidad,
las narrativas políticas y las emociones colectivas. Por ello, suele
complementarse con técnicas cualitativas, como los grupos focales, que permiten
observar cómo se forman las opiniones, qué argumentos se repiten y qué
emociones las sustentan; y las entrevistas en profundidad, que exploran la
visión de personas que influyen o representan tendencias dentro de la opinión
pública.
Mientras la encuesta muestra qué proporción de la población respalda a
un candidato o una postura y permite caracterizarla, el grupo focal revela las
razones de ese apoyo. Combinadas, ambas técnicas ofrecen una mirada más
completa: los números describen la tendencia y las palabras explican su
sentido.
Además,
existen métodos indirectos, como el análisis de discursos, redes sociales o
medios digitales, que permiten observar cómo circulan las ideas y emociones en
la sociedad, y cómo la opinión pública se forma, se expresa y se transforma en
tiempo real. También puede emplearse el método Delphi, que consulta en varias
rondas a un grupo de expertos para identificar coincidencias y anticipar
escenarios, ofreciendo lecturas más informadas en contextos cambiantes.
¿Por qué
fallan las encuestas electorales?
Por limitaciones presupuestarias, ausencia de una institución
especializada y la urgencia por obtener resultados en tiempos electorales, los
actores políticos suelen recurrir a encuestas puntuales —que a menudo
transforman en sondeos sucesivos—, acompañadas, en el mejor de los casos, de
grupos focales realizados por consultores privados. Sin embargo, quienes las
ejecutan no siempre cuentan con la experiencia ni con la infraestructura
necesaria —como marcos de muestreo, cartografía o métodos validados— para
garantizar su calidad.
Los errores de diseño provienen de múltiples fuentes:
- Muestras no representativas, que omiten zonas rurales, jóvenes sin acceso a internet o áreas de difícil acceso —como sectores de estrato alto—, además de personas que desconfían del encuestador. Un ejemplo es el exit poll de Market (2023), que dio como ganador a L. Amoroso para la alcaldía de Ambato, aunque el escrutinio mostró que el 33 % votó por D. Caiza; la diferencia se concentró en sectores rurales no incluidos en la muestra.
- Métodos no probabilísticos, como el muestreo por cuotas, que seleccionan a quienes es más fácil contactar, impidiendo generalizar los resultados. Son frecuentes en encuestas realizadas por redes sociales.
- Sesgos de respuesta, que ocurren cuando el informante oculta su preferencia, responde con prisa, elige la opción que percibe como ganadora o se niega a contestar. Si los simpatizantes de un candidato participan menos, el resultado tiende a inclinarse hacia el otro lado.
Aun así, las encuestas electorales no “fallan” porque estén mal hechas,
sino porque se les exige predecir algo que cambia de manera constante, incluso
después de la última medición permitida. Están expuestas a factores externos,
como escándalos o eventos que alteran el ánimo colectivo; un ejemplo fue el
asesinato de Fernando Villavicencio, ocurrido once días antes de las elecciones
presidenciales de agosto de 2023.
También “fallan” por errores de interpretación, cuando analistas o
medios las presentan como una carrera para definir “quién va ganando” o para
influir en la decisión de los electores. Se olvida —a veces con intención— que
las encuestas reflejan la opinión del momento en que se levantan; se parecen
más a una fotografía que congela un instante que a una película que muestra la
evolución de la intención de voto.
Incluso los conteos rápidos oficiales han equivocado su resultado: en
febrero de 2021, el CNE dio como finalistas a A. Arauz (32 %) y Y. Pérez (20%), pero luego reconoció que G. Lasso —quien finalmente ganó la presidencia—
había alcanzado el segundo lugar.
¿Cómo
reconocer una buena encuesta?
Una buena encuesta explica con transparencia cómo fue realizada. Publica
su ficha técnica con el tamaño y tipo de muestra, margen de error, cuestionario
utilizado, fecha de levantamiento y fuente de financiamiento (algo que no ha
sucedido en Ecuador). Utiliza un muestreo probabilístico —no por conveniencia—
y un cuestionario claro y neutral. Además, diferencia entre el voto directo (lo
que la gente declara) y el voto estimado (la inferencia del analista) y no
oculta a los indecisos.
Una mala encuesta, en cambio, no detalla su metodología, formula
preguntas dirigidas o busca favorecer a un candidato o tendencia política,
disfrazando la propaganda como investigación. En esos casos, más que medir la
opinión pública, intenta fabricarla.
Una buena encuesta no pretende predecir el futuro, sino entender el
presente. Es útil cuando se aplica con rigor y se interpreta con criterio.
Combinada con la escucha cualitativa, convierte los datos en rostros y las
opiniones en sentido. No obstante, su poder predictivo es limitado: requiere
varias mediciones (trackings y sondeos sucesivos) para detectar
tendencias y diferencias amplias para ser confiable.
Un ejemplo ilustrativo ocurrió en 2017, cuando CEDATOS proyectó lavictoria de G. Lasso con el 50,8 % frente al 49,2 % de L. Moreno, e incluso una
semana antes con una brecha aún mayor (53,9 % vs. 46,1 %). Moreno ganó con el
51,16 % frente al 48,84 % de Lasso.

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