Me
sé de memoria la historia de tantas veces que la he escuchado contar, unas
cuando alguna de mis tías vino de visita y otras cuando algún primo, a su
regreso al país, hizo la parada de rigor en casa de mis padres. La historia
estuvo siempre cargada de exageración, lo que la hace más divertida y por lo
mismo menos creíble. Con el tiempo se fue perdiendo o se escondió agazapada en
algún rincón de la memoria hasta que tuve la ocasión de volver al viejo Teatro
Sucre donde he estado muy pocas veces, a decir verdad, tres: una para
presentarme allí, otra para ver sobre el tablado a los amigos y esta última
motivado por la curiosidad.
......
Al
entrar, al Sucre, lo primero que llama mi atención es un piano de cola que
reposa ya en el escenario, más que majestuoso me parece triste, olvidado, a un
costado del escenario; minutos después de sentarme en el lugar que me
corresponde me descubro en el intento por responder en un francés de seguro tan
malo como el español en el que me pregunta la mujer sentada a mi lado, tanto
que término explicándole entre señas lo que entiendo del repertorio a
ejecutarse esa noche.
Me
rodea un auditorio que llena poco más de media sala, la mayoría auto convocados
por "estar" en el homenaje al Maestro Gerardo Guevara. Cuando las
luces se vuelven tenues me acomodo en mi butaca al tiempo que intento
convencerme de que es una buena forma de terminar el día y olvidar por un rato
el trabajo.
Da
inicio el concierto y la sola presencia del compositor reflejada en una pantalla
gigante frente al escenario, me anuncia el descubrimiento que voy a realizar. A
cada interpretación le antecede una breve explicación tomada del anecdotario
personal del Maestro Guevara Viteri. Pasan varias melodías, unas nuevas para mí,
otras que han estado ahí siempre y que yo no reconocía su autoría -o arreglos
para coro- y otras que escuchaba por primera vez. Casi de inicio, retumba a mi
lado el Yupaichishca con su "Salve, Salve Gran Señora, Salve Poderosa
Madre" que me grita desde adentro; luego un diferente "Se va con algo
mío" romántico, tremendo, mortal, quedo, único; para dejar al final la
sorpresa de un Espantapájaros que instantáneamente me transporta hasta el viejo
despacho de la historia mil veces repetida.
Lo
encuentro tal como lo recuerdo, lleno de libros con hojas que se intercalan
entre viejos sucres, atiborrado de partituras e instrumentos musicales. Me miro
en el centro de una habitación rebozada de notas musicales que no suenan, sino
que cuelgan primorosas de cientos o miles de pentagramas, mientras silentes
instrumentos esperan respetuosos el momento oportuno para armónicos y
coordinados hablar en el extraño lenguaje que le pertenece a su único
habitante, mi otro abuelo, el que casi no conocí.
Con
la última nota que se desprende del negro piano de cola entiendo de donde
proviene la tranquila paz que en ocasiones me provoca el estar solo y la
profunda tristeza con que lo disfruto, entonces me levanto, en silencio y con
el corazón calientito me alejo del viejo despacho.
De
regreso a la casa de San Juan camino bajo la lluvia con el corazón tan triste
como el de la niña cuando se aleja del Espantapájaros.
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