jueves, 14 de febrero de 2013

La niña y El Espantapájaros


Me sé de memoria la historia de tantas veces que la he escuchado contar, unas cuando alguna de mis tías vino de visita y otras cuando algún primo, a su regreso al país, hizo la parada de rigor en casa de mis padres. La historia estuvo siempre cargada de exageración, lo que la hace más divertida y por lo mismo menos creíble. Con el tiempo se fue perdiendo o se escondió agazapada en algún rincón de la memoria hasta que tuve la ocasión de volver al viejo Teatro Sucre donde he estado muy pocas veces, a decir verdad, tres: una para presentarme allí, otra para ver sobre el tablado a los amigos y esta última motivado por la curiosidad.
......
Al entrar, al Sucre, lo primero que llama mi atención es un piano de cola que reposa ya en el escenario, más que majestuoso me parece triste, olvidado, a un costado del escenario; minutos después de sentarme en el lugar que me corresponde me descubro en el intento por responder en un francés de seguro tan malo como el español en el que me pregunta la mujer sentada a mi lado, tanto que término explicándole entre señas lo que entiendo del repertorio a ejecutarse esa noche.
Me rodea un auditorio que llena poco más de media sala, la mayoría auto convocados por "estar" en el homenaje al Maestro Gerardo Guevara. Cuando las luces se vuelven tenues me acomodo en mi butaca al tiempo que intento convencerme de que es una buena forma de terminar el día y olvidar por un rato el trabajo.
Da inicio el concierto y la sola presencia del compositor reflejada en una pantalla gigante frente al escenario, me anuncia el descubrimiento que voy a realizar. A cada interpretación le antecede una breve explicación tomada del anecdotario personal del Maestro Guevara Viteri. Pasan varias melodías, unas nuevas para mí, otras que han estado ahí siempre y que yo no reconocía su autoría -o arreglos para coro- y otras que escuchaba por primera vez. Casi de inicio, retumba a mi lado el Yupaichishca con su "Salve, Salve Gran Señora, Salve Poderosa Madre" que me grita desde adentro; luego un diferente "Se va con algo mío" romántico, tremendo, mortal, quedo, único; para dejar al final la sorpresa de un Espantapájaros que instantáneamente me transporta hasta el viejo despacho de la historia mil veces repetida.
Lo encuentro tal como lo recuerdo, lleno de libros con hojas que se intercalan entre viejos sucres, atiborrado de partituras e instrumentos musicales. Me miro en el centro de una habitación rebozada de notas musicales que no suenan, sino que cuelgan primorosas de cientos o miles de pentagramas, mientras silentes instrumentos esperan respetuosos el momento oportuno para armónicos y coordinados hablar en el extraño lenguaje que le pertenece a su único habitante, mi otro abuelo, el que casi no conocí.
Con la última nota que se desprende del negro piano de cola entiendo de donde proviene la tranquila paz que en ocasiones me provoca el estar solo y la profunda tristeza con que lo disfruto, entonces me levanto, en silencio y con el corazón calientito me alejo del viejo despacho.
De regreso a la casa de San Juan camino bajo la lluvia con el corazón tan triste como el de la niña cuando se aleja del Espantapájaros.

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