Dejo la maleta en
la recepción del hotel aprovechando que estoy un par de horas antes de la
llegada programada y a un día de la reunión a la que debo asistir como parte de
mis compromisos laborales, tomo una botella de agua de las que ofrecen de
cortesía y la coloco en uno de los bolsillos de la mochila en la que antes
había guardado los lentes que desde hace poco utilizo para leer, después guardo
la cámara de fotos armada con un 50 mm focal fija. Salgo y tomo el primer taxi
que transita frente al Bristol; al casco antiguo le pido al taxista que intenta
venderme algunas rutas para turistas.
El lugar es
caliente hasta el sofoco, como la vieja Cartagena, y bullicioso como cualquier
esquina de Guayaquil, alegre de gente y viva de historias como Valpo, pero
menos cuidada que el Quito colonial. Desde el perímetro exterior del casco
antiguo, la moderna ciudad de Panamá se presenta llena de contrastes y
desigualdad, tan parecida a cualquier otra ciudad de la América no gringa.
El taxi se
detiene frente a la Iglesia Catedral, al costado de un pequeño parque rematado
por una glorieta central en la que un hombre joven sostiene con su mano
izquierda un celular que al mismo tiempo mantiene conectado a la toma corriente
ubicada detrás y bajo la banca en la que él está sentado. Con su otra mano saca
de la billetera algunos papelitos y los deja caer sobre sus piernas luego de
leerlos a la mujer con la que conversa por teléfono, le dice que pronto podrá
llevarla a Estados Unidos, le cuenta detalles de un viaje que no harán, que
solo le falta arreglar un papel, que pronto podrán comprar los pasajes, a su
izquierda un vendedor ambulante se protege del sol con uno de los paraguas que
ofrece a los turistas, uno impreso con la bandera panameña, mientras parece
cuidar con la mirada a una niña de cinco o seis años que camina alrededor de
los jardines del parque. Ella se mece en las barandas que separan cemento y
jardín, sonríe y busca con curiosidad algo que existe solo en su mente. Cruzando
la calle, al pie de la escalinata que conduce a la entrada principal de la
iglesia se detiene una mujer para atar algunas cintas de colores rojo y azul
sobre una malla de la que ya cuelgan cientos de cintas que otras tantas mujeres
han atado antes, su imagen me recuerda a Bendición Alvarado, la imagino
cargando sus pájaros pintados rumbo al mercado para venderlos y seguir
sobreviviendo. En el interior de la catedral una mujer vestida de negro duelo
se arrodilla sobre el piso frente a la imagen del Jesús que se expone en una de
las paredes de la nave lateral, extiende sus brazos formando una cruz rematada
con sus manos ligeramente levantadas, inclina su cabeza y reza en silencio. La
posición cuenta sobre su inmensa devoción o su intensa desgracia. A la vuelta
de la iglesia, a pocos pasos, se encuentra una sastrería atiborrada de obras
que los clientes olvidaron recoger desde hace años, parecen ahogar al viejo
sastre que dormita acompañado del noticiario del medio día que se reproduce
silente en una televisión en blanco y negro.
Acá el tiempo se
detiene entre las casas que son apenas cascarones huecos, vacías estructuras
que alguien mando a pintar el día anterior a aquel en el que el Patriarca
pasara por ahí.
Regresar es
cuestión de pocos minutos, cinco o seis en los que el taxi se va alejando del
espacio urbano que corresponde a la segunda ciudad de Panamá, esa que
construyeron luego de que el pirata Morgan y sus filibusteros saqueara e
incendiara la primera, la antigua.
La sensación de
frío que hay dentro del comedor del Bristol se contradice con el calor
sofocante que sentía en el exterior. La única mesa libre ha sido arreglada con
dos puestos y está arrimada a una ventana falsa que simula una calle del París
de los años veinte, le han colocado un mantel azul obscuro del que caen en vertical
varias líneas blancas.
Una bandeja
atiborrada de bolsas amarillas de edulcorantes junto a otras bolsitas de azúcar
blanca y morena remata la mesa igual que lo hace la glorieta en el parque
frente a la iglesia. El mesero del Bristol coloca frente a mí el expreso que
pedí al entrar, es una pequeña taza blanca con un líquido espeso y humeante que
apenas alcanza la mitad del recipiente. Agradezco acompañando las palabras con
un movimiento de cabeza, dejo la cámara de fotos junto a la bandeja, tomo una
de las bolsitas de azúcar morena, de un tirón le arranco un pedazo y vierto el
contenido sobre el café caliente, lo revuelvo con dos, no, mejor tres vueltas
de la cuchara que provoca que se desprenda mayor cantidad de vapor.
Con el primer
bocado me llega el aroma a café y cigarrillo. Un Full Blanco balbuceo sin que
nadie escuche. Hoy el abuelo toma café conmigo.
Ciudad de Panamá, Septiembre 2015
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