jueves, 22 de octubre de 2015

Un expreso en el Bristol

Dejo la maleta en la recepción del hotel aprovechando que estoy un par de horas antes de la llegada programada y a un día de la reunión a la que debo asistir como parte de mis compromisos laborales, tomo una botella de agua de las que ofrecen de cortesía y la coloco en uno de los bolsillos de la mochila en la que antes había guardado los lentes que desde hace poco utilizo para leer, después guardo la cámara de fotos armada con un 50 mm focal fija. Salgo y tomo el primer taxi que transita frente al Bristol; al casco antiguo le pido al taxista que intenta venderme algunas rutas para turistas.
El lugar es caliente hasta el sofoco, como la vieja Cartagena, y bullicioso como cualquier esquina de Guayaquil, alegre de gente y viva de historias como Valpo, pero menos cuidada que el Quito colonial. Desde el perímetro exterior del casco antiguo, la moderna ciudad de Panamá se presenta llena de contrastes y desigualdad, tan parecida a cualquier otra ciudad de la América no gringa.
El taxi se detiene frente a la Iglesia Catedral, al costado de un pequeño parque rematado por una glorieta central en la que un hombre joven sostiene con su mano izquierda un celular que al mismo tiempo mantiene conectado a la toma corriente ubicada detrás y bajo la banca en la que él está sentado. Con su otra mano saca de la billetera algunos papelitos y los deja caer sobre sus piernas luego de leerlos a la mujer con la que conversa por teléfono, le dice que pronto podrá llevarla a Estados Unidos, le cuenta detalles de un viaje que no harán, que solo le falta arreglar un papel, que pronto podrán comprar los pasajes, a su izquierda un vendedor ambulante se protege del sol con uno de los paraguas que ofrece a los turistas, uno impreso con la bandera panameña, mientras parece cuidar con la mirada a una niña de cinco o seis años que camina alrededor de los jardines del parque. Ella se mece en las barandas que separan cemento y jardín, sonríe y busca con curiosidad algo que existe solo en su mente. Cruzando la calle, al pie de la escalinata que conduce a la entrada principal de la iglesia se detiene una mujer para atar algunas cintas de colores rojo y azul sobre una malla de la que ya cuelgan cientos de cintas que otras tantas mujeres han atado antes, su imagen me recuerda a Bendición Alvarado, la imagino cargando sus pájaros pintados rumbo al mercado para venderlos y seguir sobreviviendo. En el interior de la catedral una mujer vestida de negro duelo se arrodilla sobre el piso frente a la imagen del Jesús que se expone en una de las paredes de la nave lateral, extiende sus brazos formando una cruz rematada con sus manos ligeramente levantadas, inclina su cabeza y reza en silencio. La posición cuenta sobre su inmensa devoción o su intensa desgracia. A la vuelta de la iglesia, a pocos pasos, se encuentra una sastrería atiborrada de obras que los clientes olvidaron recoger desde hace años, parecen ahogar al viejo sastre que dormita acompañado del noticiario del medio día que se reproduce silente en una televisión en blanco y negro.
Acá el tiempo se detiene entre las casas que son apenas cascarones huecos, vacías estructuras que alguien mando a pintar el día anterior a aquel en el que el Patriarca pasara por ahí.
Regresar es cuestión de pocos minutos, cinco o seis en los que el taxi se va alejando del espacio urbano que corresponde a la segunda ciudad de Panamá, esa que construyeron luego de que el pirata Morgan y sus filibusteros saqueara e incendiara la primera, la antigua.
La sensación de frío que hay dentro del comedor del Bristol se contradice con el calor sofocante que sentía en el exterior. La única mesa libre ha sido arreglada con dos puestos y está arrimada a una ventana falsa que simula una calle del París de los años veinte, le han colocado un mantel azul obscuro del que caen en vertical varias líneas blancas.
Una bandeja atiborrada de bolsas amarillas de edulcorantes junto a otras bolsitas de azúcar blanca y morena remata la mesa igual que lo hace la glorieta en el parque frente a la iglesia. El mesero del Bristol coloca frente a mí el expreso que pedí al entrar, es una pequeña taza blanca con un líquido espeso y humeante que apenas alcanza la mitad del recipiente. Agradezco acompañando las palabras con un movimiento de cabeza, dejo la cámara de fotos junto a la bandeja, tomo una de las bolsitas de azúcar morena, de un tirón le arranco un pedazo y vierto el contenido sobre el café caliente, lo revuelvo con dos, no, mejor tres vueltas de la cuchara que provoca que se desprenda mayor cantidad de vapor.

Con el primer bocado me llega el aroma a café y cigarrillo. Un Full Blanco balbuceo sin que nadie escuche. Hoy el abuelo toma café conmigo.

Ciudad de Panamá, Septiembre 2015

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