domingo, 17 de agosto de 2025

La primera cuadra

El ruido de buses y camiones recorriendo la calle, de estudiantes yendo a sus escuelas y de informales tomándose plazas y veredas marcan el momento en que la casa que comparte con su madre pasará a ser un recuerdo. Son muchas cuadras las que debe recorrer hasta llegar al terminal donde tomará el autobús que lo lleve a Tulcán. Decidió caminar, como piensa hacerlo en la mayoría de los casi cinco mil kilómetros que lo separan del destino que se ha fijado, un trayecto que incluye los ochenta y cinco kilómetros de trocha por la selva entre Capurganá y Lajas Blancas en el Darién —ese espacio verde y húmedo que aquel año vio morir a 174 migrantes, alimentándose de sus almas y sueños.

Al salir descubre que la ciudad se va llenando del ocre de los primeros rayos de sol y del traqueteo de los motores al encenderse. Su andar pausado, casi lento, es el de un autómata que se mueve con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón. —Pierdo dos hijos, uno por semana —fue lo último que escuchó decir a su madre. Al primero se lo arrebataron las balas de esos buscapleitos de esquina con los que empezó a juntarse apenas llegaron del pueblo. Al hijo menor lo pierde de otra manera.

Para el viaje escogió una mochila de lona gruesa. Dentro acomodó un par de zapatos, dos camisetas, un pantalón liviano, un par de mudas de ropa interior, todo viejo y gastado. En la parte superior metió una botella plástica llena hasta la mitad y una funda de pan en rodajas, en el fondo, otra de arroz, cuatro atunes, un jabón y pasta de dientes. Los bolsillos laterales los llenó con su cepillo de dientes, un rollo de papel higiénico, una peinilla y un cortaúñas, más una pequeña libreta de hojas cuadriculadas y un esfero. En el camino añadirá dos chicles y un sobrecito de suero oral que alguien le dará en la terminal de autobuses. El suéter, la chompa y la gorra negra los lleva puestos.

Entre las costuras del forro de la mochila, rotas y vueltas a coser, escondió una copia de la cédula de identidad, envuelta en un papel en el que escribió a mano la dirección y el número de teléfono del primo que huyó meses atrás. En ese mismo papel borroneó el número de teléfono de ella y el de su madre. Junto al celular, envueltos en una media, colocó el cargador y la batería portátil que pertenecieron al hermano asesinado. —Deben ser poco atractivos para los polleros —le dijo su primo en la última conversación que mantuvieron.

Los dólares que le quedaron luego de pagar al coyote, los lleva pegados al cuerpo, escondidos en la entretela de la ropa y ocultos en el forro de la mochila. Los necesarios para llegar a Ipiales se arrugan en la delgada billetera que mantiene en el bolsillo de su pantalón de mezclilla. También guarda allí un par de fotos, la ecografía con la nota de que será una niña, y una estampa de la Virgen del Quinche, a quien se encomienda al recorrer la primera cuadra. Al rezar, sostiene con una mano el escapulario de tela que desde niño cuelga de su cuello.

Apretada en su mano va la carta de despedida. Prefirió no decirle nada, de haberlo hecho, habría desistido del viaje al primer reproche. En su lugar le escribió una carta con la misma letra cuidada que le enseñaron en la escuela, piensa dejársela a la primera persona que encuentre al llegar donde ella trabaja. —Debe ser alguien que la conozca y pueda entregársela—. En el texto ofrece llamarla desde cada país durante los tres meses que durará el viaje, enviarle dinero para sus revisiones médicas y, al nacer la niña, para lo que ambas vayan necesitando.

El corto texto, donde promete llevarlas después en avión y seguras, termina con una sola súplica: «háblale bien de mí».



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2 comentarios:

  1. La triste realidad en busca de mejores días

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  2. Que triste inicio de historia pero muy real. Me quedo con la intriga de que esta historia continúe

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