martes, 16 de septiembre de 2025

Las delirantes teorías de Bartolo, bufón de la Corte de Langle

Para cuando terminó de redactar su estudio, la mayor parte de los cortesanos que apoyaron sus delirios se habían marchado, unos a defender nuevos príncipes, otros a servirse de sus favores. Los pocos que quedaron buscaron espejos en los cuales admirarse, embobados en el contraste de sus pulcrísimos dientes frente al amarillo con el que su mala bilis les fue pintando el rostro.

Bartolo fue uno de los que se quedaron. Lo hacía —repetía mientras cavilaba con las manos en la espalda, la figura corva y el bonete de tres picos coronando su cabeza— porque debía cumplir el juramento que hizo, en mensaje epistolar, al Conde de Langle, y al que este respondió otorgándole tres onzas de oro y cuatro pasapapeles. ¿Su misión? Demostrar, de una vez por todas, que la Tierra no era redonda como una pelota de fútbol, sino perfectamente cuadrada; un cubo, diría, sosteniendo un aguacate.

Vio transcurrir sus días entre constantes procrastinaciones, la autocontemplación y la sopa que tomaba cada día a las doce del mediodía. Una bebida espesa y olorosa, que preparaba con quinua cocida en un caldo de bagre fresco, maíz tierno y toques de leche sin lactosa y servía con aguacate, huevo duro, nueces y un chorro de aceite de sacha inchi; una combinación equilibrada de sabores que le servía para ejercitar sus neuronas y aguzar su entendimiento.

Hombre sabio a su modo, inducido por la tirria que le causaba escuchar las voces de quienes contradecían la suya y motivado por alcanzar alguna de las migajas que desde palacios europeos y palacetes quiteños se arrojaban a cuervos y palomas, decidió enfocar toda su ciencia en un solo objeto de estudio: su ombligo. ¿La razón? Estaba convencido de que en esa hendidura personalísima encontraría el mapa de los cielos y la geometría de los mares. Ahí estaba el cordón de la vida, repetía, el origen del todo.

Su tarea fue cuidadosamente planificada y sus resultados, de una fructífera cosecha. Redactó tratados solemnes, sustentándolos en cartas que él mismo escribía y sumillaba, concluyendo antes de indagar; total, él sabía, por su condición de sabio, todas las respuestas antes de formular la primera pregunta. Así nacieron la Teoría de la cuadratura umbilical, la Evidencia pupilar de la Tierra plana y el Tratado general sobre el pupo universal, en el que nombraba a Quito el pupuchumbi del planeta hexaédrico al que decidió llamar Tierra. Estudios que fueron expuestos a expertos escogidos entre sus propios acólitos y sus aplaudidores de confianza. Bartolo imaginaba multitudes que lo miraban con asombro y admiración.

Si aparecía una refutación —cuando un marinero describía la curvatura del horizonte, cuando un astrónomo mostraba los eclipses o cuando un niño preguntaba por el tamaño de las sombras—, él respondía con mayor vehemencia: —¡Pamplinas! Las ideas de Eratóstenes no son dignas de Berkley.

Soñaba con ver al Conde de Langle asintiendo desde su púlpito, complacido al encontrar justificada cada conclusión que le había ordenado demostrar. Añoraba escucharlo repetir en sus sermones a la diáspora que el ombligo del bueno de Bartolo era la prueba irrefutable de la voluntad divina y la confirmación de que la Tierra era tan cuadrada como los adoquines con los que cubrió las vías del reino que le arrebataron, tal y como lo había predicho en su ilustrísima sabiduría.

Finalmente, luego de años de trabajo intenso, Bartolo, bufón de la Corte de Langle, el autoproclamado mayor sabio que la Pacha Mama ha parido, presentó sus conclusiones ante la Gran Sanédrin, donde, con gesto solemne, levantó su túnica para mostrar su pupo deformado y anunciar triunfante: —¡Si mi ombligo es cuadrado, por simple inferencia, la Tierra y todo objeto sobre ella también lo son!

En su delirio, vio aplaudir entusiasmado al Conde de Langle, inclinarse reverentes a los cortesanos y salir en tropel a los pregoneros, corriendo a repetir la sentencia por todo el reino.

En su lugar, el pueblo rió hasta las lágrimas al comprobar que la verdad, por más que se comprima en dulces cubos de sacarosa, jamás entrará en la cabeza tozuda de quien vive empequeñecido por la soberbia de su propia sabiduría.


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