La joven mujer es la última en abandonar el Embraer ERJ
145 que la trajo desde Houston para encontrarse con el calor árido que de
inmediato siente filtrarse bajo su ropa. Reniega al sentir su piel pastosa, pero
se consuela al pensar que será el último vuelo antes del que la lleve de
regreso a la casa que comparte con su madre en Quito. Al salir del aereopuerto, un taxi le llevará hasta el Airbnb
que rentó antes de salir de Ciudad de México.
Después de registrarse, dejar su maleta y tomar un
baño para sentirse limpia otra vez, camina hacia el Starbucks que halló al
revisar su teléfono móvil. Le cuesta avanzar, incluso bajo las sombras de los arbustos
y de los pocos edificios que no consiguen disipar el sopor que alarga lo que
debió ser un corto paseo.
El interior climatizado de la cafetería la recibe con
un golpe de aire que le corta la voz por unos segundos. Al recobrarla ordena, por costumbre, un café americano.
—Grande —añade ante la pregunta que le hacen. Luego
toma un billete de su cartera y paga.
Mientras espera, dos hilos de café recién filtrado
caen en el vaso térmico donde la mujer que le atiende había escrito su nombre.
Al recibirlo, devuelve el agitador y se queda con el vaso humeante más los veinticinco
centavos que le entregan de cambio.
—¿Azúcar? —pregunta la dependiente al tiempo que
retira los residuos del portafiltro de la Mastrena italiana con la que preparó
la bebida.
—No, gracias —responde, luego recorre el local con
la mirada hasta encontrar una mesa con dos sillas junto a la ventana que da al
parqueadero y a la calle.
Toma la libreta de pasta amarilla de la mochila que luego
deja sobre uno de los asientos. Coloca el vaso a un costado de la mesa y
devuelve la moneda a su cartera. Con un par de párrafos relata las novedades de
ese día, apunta el costo del café y añade la dirección: 78041 – Boulevard
Del Mar, Laredo, Texas.
Le gusta responder que escribe porque
tiene mala memoria, pero la verdad es que es un hábito que cultiva desde niña. Aprendió
a registrar todo lo que llama su atención, sea o no importante; describe cada
lugar que visita, retrata a quién conoce y narra las historias que le cuentan. Primero lo hizo en sus cuadernos escolares y luego en libretas que compra por impulso.
Al llenarlas, les añade un índice y las guarda para revisarlas en un
futuro pendiente.
Durante el vuelo incluyó una lista de lugares en los
que podría encontrar las respuestas que busca: el forense, las iglesias, los
archivos del periódico local, la patrulla fronteriza, la oficina de migración, aunque no
está segura por cuál empezar.
El regusto amargo devuelve sus pensamientos al café que disfruta en sorbos pausados. Bebe despacio, no solo para sentir el líquido enfriándose, sino para repasar —una vez más —la historia que le contó su madre incluso antes de nacer y que con los años se fue alejando de sus conversaciones, no porque perdiera importancia, sino que aprendieron a convivir con el dolor y la esperanza que les provoca recordarla.
Hoy esa historia regresa atenuada, al descubrir que
ha recorrido la misma ruta de la persona que busca. Idéntica a la que cubre el
grano con el que prepararon su café, el que trajeron en un costal desde Tapachula,
en Chiapas, lugar desde donde su abuela y su madre recibieron la última
llamada de su padre, desaparecido veinticinco años atrás.
Entonces Sayri sonríe, sin entender que su viaje
apenas ha comenzado.
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