La joven mujer es la última en salir del Embraer ERJ
145 que llegó desde Houston. Apenas desciende, la envuelve el calor árido de
agosto al mediodía. Aún no define la fecha, pero sabe que el próximo vuelo la
llevará a casa, cerrando un viaje que le ha tomado más tiempo del que pensó. Han
pasado tres meses desde que partió hacia Ipiales, su primera parada.
Después de registrarse en el Airbnb, dejar su maleta y
tomar un baño, camina hacia el Starbucks que encontró al revisar negocios
cercanos en su teléfono móvil. Las sombras de los pocos edificios en el camino
no consiguen disipar el sopor que vuelve más largo lo que debió ser un corto
paseo. El calor no solo se pega a su piel, sino que amenaza con deshacerla.
El interior de la cafetería la recibe con un golpe de
aire helado que le corta la voz por unos segundos. Al recobrarla se acerca a la
barra y ordena un americano, lo hace por costumbre, sin pensarlo.
—Grande —añade.
Saca un billete de su cartera y paga la cuenta.
Mientras tanto, observa cómo dos hilos de café recién filtrado caen en el vaso
térmico de dieciséis onzas donde la mujer de la barra había escrito su nombre.
Al recibirlo, devuelve el agitador y se queda con el vaso humeante y unas
monedas de cambio.
—¿Azúcar? —pregunta la barista mientras retira los
residuos del portafiltro de la Mastrena italiana con la que preparó la bebida.
—No, gracias —responde.
Se detiene en medio del local, lo recorre con la
mirada y elije una mesa con dos sillas junto al ventanal que da a la calle. Saca
una libreta de pasta amarilla y una pluma de la mochila que deja en el asiento libre.
Coloca el vaso a un costado de la mesa y devuelve las monedas a su cartera. En
un par de párrafos relata las novedades de ese día, luego apunta el costo del
café y la dirección en la que se encuentra: 78041 – Boulevard Del Mar,
Laredo, Texas.
Si alguien le preguntara, diría que escribe por su
mala memoria. La verdad es que desde niña escribe sobre lo que le sucede o
considera importante, cada lugar que visita, a quién conoce y las historias que
le cuentan. Al llenarlas, añade un índice en las libretas que guarda para revisarlas
en un futuro que aún no llega.
Antes de guardar sus apuntes, relee la lista de sitios
donde ha pensado preguntar —el forense, las iglesias, los archivos del
periódico local, la patrulla fronteriza, la oficina de migración—. No está
segura por cuál empezar, lo decidirá por la noche.
El regusto amargo la devuelve al café, que disfruta en
sorbos pausados. Bebe despacio, no solo para sentir cómo cambia el sabor del
líquido al enfriarse, sino también para repasar la historia que le contaba su
madre cuando niña, la que dio origen a esta aventura. Una historia que con los
años se fue alejando de sus conversaciones. No porque perdiera importancia,
sino porque aprendieron a convivir con el dolor y la esperanza que les
provocaba.
Dolor que se aligera al pensar que ha recorrido la
misma ruta que tal vez siguió él, la misma que sigue el grano con el que
prepararon su café, traído desde Tapachula, en Chiapas: el lugar desde donde su
abuela y su madre recibieron la última llamada de su padre, desaparecido
veinticinco años atrás.
Entonces Sayri sonríe sin descubrir que su viaje
apenas comienza.
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