martes, 30 de septiembre de 2025

78041

La joven mujer es la última en salir del Embraer ERJ 145 que llegó desde Houston. Apenas desciende, la envuelve el calor árido de agosto al mediodía. Aún no define la fecha, pero sabe que el próximo vuelo la llevará a casa, cerrando un viaje que le ha tomado más tiempo del que pensó. Han pasado tres meses desde que partió hacia Ipiales, su primera parada.

Después de registrarse en el Airbnb, dejar su maleta y tomar un baño, camina hacia el Starbucks que encontró al revisar negocios cercanos en su teléfono móvil. Las sombras de los pocos edificios en el camino no consiguen disipar el sopor que vuelve más largo lo que debió ser un corto paseo. El calor no solo se pega a su piel, sino que amenaza con deshacerla.

El interior de la cafetería la recibe con un golpe de aire helado que le corta la voz por unos segundos. Al recobrarla se acerca a la barra y ordena un americano, lo hace por costumbre, sin pensarlo.

—Grande —añade.

Saca un billete de su cartera y paga la cuenta. Mientras tanto, observa cómo dos hilos de café recién filtrado caen en el vaso térmico de dieciséis onzas donde la mujer de la barra había escrito su nombre. Al recibirlo, devuelve el agitador y se queda con el vaso humeante y unas monedas de cambio.

—¿Azúcar? —pregunta la barista mientras retira los residuos del portafiltro de la Mastrena italiana con la que preparó la bebida.

—No, gracias —responde.

Se detiene en medio del local, lo recorre con la mirada y elije una mesa con dos sillas junto al ventanal que da a la calle. Saca una libreta de pasta amarilla y una pluma de la mochila que deja en el asiento libre. Coloca el vaso a un costado de la mesa y devuelve las monedas a su cartera. En un par de párrafos relata las novedades de ese día, luego apunta el costo del café y la dirección en la que se encuentra: 78041 – Boulevard Del Mar, Laredo, Texas.

Si alguien le preguntara, diría que escribe por su mala memoria. La verdad es que desde niña escribe sobre lo que le sucede o considera importante, cada lugar que visita, a quién conoce y las historias que le cuentan. Al llenarlas, añade un índice en las libretas que guarda para revisarlas en un futuro que aún no llega.

Antes de guardar sus apuntes, relee la lista de sitios donde ha pensado preguntar —el forense, las iglesias, los archivos del periódico local, la patrulla fronteriza, la oficina de migración—. No está segura por cuál empezar, lo decidirá por la noche.

El regusto amargo la devuelve al café, que disfruta en sorbos pausados. Bebe despacio, no solo para sentir cómo cambia el sabor del líquido al enfriarse, sino también para repasar la historia que le contaba su madre cuando niña, la que dio origen a esta aventura. Una historia que con los años se fue alejando de sus conversaciones. No porque perdiera importancia, sino porque aprendieron a convivir con el dolor y la esperanza que les provocaba.

Dolor que se aligera al pensar que ha recorrido la misma ruta que tal vez siguió él, la misma que sigue el grano con el que prepararon su café, traído desde Tapachula, en Chiapas: el lugar desde donde su abuela y su madre recibieron la última llamada de su padre, desaparecido veinticinco años atrás.

Entonces Sayri sonríe sin descubrir que su viaje apenas comienza.

 


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