Mi primer encuentro con los Tungurahua fue en el Coliseo de Deportes al regreso de una de sus giras por Europa, esa noche exhibían un contrapunto entre los cholos bajos y los cholos alzados, es decir, entre los orgullosos indígenas de poncho, anaco y alpargatas con otros mestizos de chaleco, zapato de charol y chalina. Semblanzas es una coreografía donde los bailarines revelan su destreza en medio de un desafío que sube en intensidad hasta cerrar con el baile del gato y el público festejando al conjunto con el que se siente más identificado.
El último encuentro con los
Tungurahua es personal y lo disfruto desde que tomo el vestuario, para el
bailarín ataviarse es un proceso de transformación pues significa despojar de
la piel al personaje que representa, arrebujarse con ella y asumir su espíritu,
creerse la solemnidad, el carácter, la fuerza o la alegría del danzante, del
cultivador de rabanitos, del sampedrino y el disfrazado.
Es la última coreografía de la
función y para salir al escenario cambio el pantalón blanco que llevo puesto
por otro azul al que arremango un poco la basta, conservo la camisa blanca
bordada en el pecho y los puños, reviso que estén atadas las viejas alpargatas,
me ciño la faja ancha que traje de Otavalo y que a mi salida heredará el Walter
Aguilar, me coloco la chaqueta azul blancuzca mientras alguien sujeta en la
espalda, con dos imperdibles, uno de los dos pañuelos multicolor, después
amarro el otro en mi cabeza, me coloco la careta de alambre y el sombrero de
fieltro.
Soy el tercero en una fila de
diez parejas que parten en dos líneas con las primeras notas del sanjuanito,
delante va Mary armando unas paralelas que solitas se convierten en círculos
concéntricos, me muevo hacia el centro y al salir veo a la Jeaneth armando dos
paralelas, cruzamos entre las mujeres de avioncito para encontrarnos con el
pañuelo que la Carmela blande como arma, ¡Trajano! ¡otra! ¡otra!, repite el
Juan Carlos. Suena el capishca anunciando el nuevo circulo que me sorprende
girando con la Mona tomada de mi mano, la suelto y me muevo hacia un lado
marcando con la derecha, giro para el otro marcando con la izquierda, vamos del
semicírculo a la diagonal en la que soy el último en llegar y cerrar un nuevo
círculo, ¡entra! ¡salta!, pauta el Guillermo Marcial, luego sale, salta y gira.
¡Washo! ¡otra! ¡otra!, grita la Esthela Naranjo revoleando el pañuelo. Con el
pasacalle vamos para adelante y para atrás y el Negro Mariño trastrabilla para
caer en el «Ambato, Tierra de flores» que suena surreal como en la Emilie Roux.
Sobre el escenario existimos solo
quienes nos negamos a salir hasta que los músicos liberen su acorde final o
hasta que caiga el último danzante, inútil esfuerzo por permanecer pues todos
sabemos que los últimos en irse, en medio del griterío general, las risas y el
aplauso eterno serán siempre, el Pelón Vásconez, Rey de los Disfrazados de
Quisapincha y el Carlos Quinde Mancero, el hacedor de la fiesta.
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