Hace un par de semanas encontré a mi hija escribiendo. Si soy sincero eso no es muy común en ella pues en época de vacaciones su única actividad y preocupación es llenar la casa con sus risas y juegos. Cuando le pregunte qué hacía me contó, exhibiendo su típica sonrisa de complicidad, que estaba escribiendo un diario y me dejo claro que podía saber dónde lo guardaba pero que no lo podría leer... Me parece prudente pensé y así se lo dije.
Luego recordé que en mis años de "artista y viajero" escribí algunos párrafos sobre cada lugar que fui visitando por primera vez, allí están descritos el color blanco de Fuente Ovejuna; mi propia versión de María esperando en la Hacienda el Paraíso; las cometas volando sobre El Calvario en Isinliví; el sabor de los vinos de Villarrubia de los Ojos; también están otros lugares, entre reales e imaginarios que conocí por efecto de mi congénita manía por leer, están las tardes en que aún veo llover en Macondo, los paseos con Madeimoselle de la Mole por Verriérs; Bergerac (donde compre una horrible chompa verde que use por años), y, están también las sonrisas de los leprosos de Anand Nagar.
Por algún tiempo utilice hojas sueltas, otro tanto lo hice en una vieja agenda café que debe estar amarilleándose en algún cajón perdido por la casa, mas siempre las llamé Cuaderno de Bitácora.
Decidí repasar (mentalmente) esas viejas hojas y reiniciar la escritura en este blog motivado por la frase de mi hija: “un diario que pueda leer cuando ella quiera, aunque no sepa dónde está”.
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