La primera es sobre la importancia de esta obra monumental, donde la inmensa inversión y el tiempo que tomó su construcción se justifican sobradamente en el volumen de gente que movilizará de hoy en adelante, por el tiempo que ahorrarán los quiteños en sus traslados y por lo que espero sea, traer algo de orden a una ciudad que se vuelve caótica con cada lluvia e insufrible en cada hora pico.
La segunda afirmación es sobre su relevancia. Considero que el Metro será un indiscutible éxito si logra optimizar la movilidad en toda la ciudad, si aletarga el incesante crecimiento del parque automotor quiteño, si su efecto se extiende a los cantones aledaños (simbióticos con la ciudad capital) y, si provoca que los quiteños caminen un poquito más todos los días, al menos, desde y hasta las estaciones del Metro.
La tercera afirmación es sobre su impacto, que va más allá de las notas de prensa, de las sonrisas virales o de la llegada de personas desde el interior del país solo para conocerlo. Este artilugio, como en su tiempo lo hizo el tren que inició García Moreno y terminó Alfaro, llegó para cambiar la ciudad, transformarla lentamente, modificar su cultura, coexistir con los vecinos, los negocios y la burocracia y para provocar cambios imparables y definitivos en todo y en todos.
El tren subterráneo de Quito, como se lo llamó en algún momento, así como ocurre en casi todos los proyectos trascendentales o en aquellos que atraen la atención pública, ha convocado (también) a los habitués y criollos surfistas de la popularidad, doctos comentaristas de vereda que con su celular en mano se dedican a lanzar flores o tomates al personaje popular de turno, según sea su conveniencia o la vereda que escogieron. Los más avezados, incluso plantearán “acciones urgentísimas y necesarias” sacadas de los manuales escritos por esos mismos metodólogos del desprestigio.
Para contextualizar lo que afirmo, añadiré algunos números extraídos del último censo nacional. Cifras que a mi juicio describen los lugares dónde se necesita movilizar personas y aquellos dónde es imprescindible que algunos vehículos particulares permanezcan estacionados, por lo menos para que mis premisas se cumplan.
En el Quito urbano, cuatro de cada diez hogares poseen (al menos) un automóvil para uso exclusivo del hogar, pero al ampliar la mirada hacia su interior vemos que Rumipamba e Iñaquito llegan a 76% y 67%, mientras que Jipijapa, La Concepción, Kennedy, Ponceano, Mariscal Sucre, Carcelén y Cotocollado superan el 50% de hogares con esa característica. Si usted reside en alguno de ellos, entenderá que el dolor de cabeza que sufre cuando queda atrapado en el tráfico se debe a lo que reflejan esos números (más otros que no son medidos por los censos).
Si arriesgamos un poco el análisis y asumimos (solo para este post) una sola unidad por cada hogar que declaró disponer de un automóvil de uso exclusivo, podremos concluir que en parroquias como Rumipamba o Iñaquito la relación es un auto por cada tres residentes y que en la Mariscal Sucre o en Jipijapa es de un auto para cada cinco personas. En cualquiera de esos casos, toda su población podría movilizarse cómodamente sentada, en vehículos de uso exclusivo y al mismo tiempo. Obviamente, se armaría un zafarrancho mayor que el que resultó de la travesura de los amigos del Ramón Ayala (y Sandoval) que, disfrazados obligaron al buen hombre a abandonar su amor por las mistelas (y por la chola Marieta) al rendirse ante el ataque del gallo de la catedral y pedirle perdón por los insultos que le profería de tarde en tarde, una de esas cosas propias del buen vivir bohemio y dicharachero del Quito anterior a este nuevo Quito.
La contracara, es decir, los lugares donde hay más hogares y personas que autos están en el Centro Histórico (20%), La Libertad (23%), Guamaní (25%), Llano Chico (26%) y Turubamba (27%), sectores a los que es necesario añadir otros con alta presencia de motocicletas en los hogares, como Llano Chico, El Condado, y Comité del Pueblo con 10% o La Mena, San Isidro del Inca, La Magdalena y Carcelén con el 9% de hogares que tienen (al menos) una motocicleta. En esos lugares, es fácil intuir, hay usuarios que decidirán entre el metro, el trole, un bus o usar una bici o simplemente caminar para movilizarse.
Si bien, es verdad que la idea de dotar de un tren subterráneo a Quito se expuso el mismo año que los militares abandonaron Carondelet (1978), que fueron cinco los alcaldes que impulsaron su construcción y lo hicieron a lo largo de tres periodos presidenciales, al igual que pasó con el tren de García Moreno, la obra estará asociada a quién estuvo al frente de la gestión que lo concluyó y entregó. Es que, eso siempre termina así, o ¿acaso alguien sabe quién fue John Harman?, ¿lo qué aportó al Tren de Alfaro?, o al menos, ¿en qué lugar de Huigra fueron sepultados sus huesos?